Verónica Segura
La lucha de la mujer
por emanciparse ha generado exigencias que rebasan la igualdad de género, y en
mucho somos nosotras las culpables. No se si será a causa de una autoestima con
metástasis o porque queremos reconquistar la supremacía ancestral de cuando
éramos adoradas como diosas, el caso es que ahora hay que acumular una serie de
méritos imposibles. Es claro que ya no basta parir y portar un par de tetas
para conservar el estatus. Ser una mujer moderna implica convertirse en una
exitosa y solvente profesionista, mantenerse sexy y en forma para lucir siempre
joven (o en su defecto, ser la vieja más joven), competir y ganar la carrera de
la madre más involucrada, la cocinera con mejor sazón, la ciudadana mejor informada, la
ecologista que más recicla y hasta la mártir que no padece lo agobiante de
tanta plenitud. Debemos controlar todo: el bolsillo, la humanidad, el planeta,
la reproducción. Por mucho tiempo pensé estar viviendo en una sociedad
“heroinísta”, pero cada vez más me siento en un concurso de “malabaristas”.
La mujer actual
es una mujer voraz, no sólo de tareas, sino de personalidades. Parece un
híbrido perverso de Susanita, Libertad y Manolito. Aguerridas y polémicas como
Libertad, con la capacidad de oler una moneda a distancia como Manolito y
fascinadas con la maternidad, como Susanita, siempre ansiosa de un bebé, así
tenga ya cinco hijos, o cuarenta y ocho años.
En
una oportunidad tuve el honor de acercarme a Quino durante la grabación de un
programa cultural. Así que consulté todo esto con el creador de mis adorados
referentes. “Maestro… si usted concibiera una tira cómica en donde el personaje
principal fuera una mujer posmoderna de mediana edad, ¿qué características le
daría?” Quino alzó la mirada buscando la respuesta en el techo y al no
encontrarla, sonrió con candidez: “No tengo la menor idea”, contestó.
Qué lejos estamos de
la “heroína” moderna, como lo será siempre Mafalda, una chica ubicada más allá
de sus inquietudes utópicas, y afectuosa
a pesar de su ocasional pesimismo. La ambición se ha vuelto nuestro
motor principal, pero ya no con el entusiasmo redentor de Gloria Gaynor, sino
con la demencia de las zapatillas rojas imparables que torturan a la bailarina
del cuento danés.
¿Para esto hicimos
la quema de sostenes, para hacer el trabajo de dos (o más) hombres y así poder
pagar un implante? ¿Dónde quedó la correspondencia y alternancia de tareas con
el género masculino? ¿Por qué tenemos que poderlo todo, saberlo todo, serlo
todo? ¿Megalomanía? ¿Complejo de Inferioridad? ¿Dónde
quedó el privilegio de no participar, el goce de no cumplir con las
expectativas? ¿Por qué no ejercer más licencias, de esas que se toman las que
no están subordinadas? ¿Por qué, por qué, por qué nos cuesta tanto trabajo
delegar?
Ante tantas
preguntas me siento como un auténtico Felipito (o su autor): despistado y
dientón.