Verónica Segura
Recientemente se ha descubierto
un tipo insólito de hipoacusia que no es causado por una enfermedad ni
malformación, sino resultado de un traumatismo psicológico del que incluso se
reportan casos hereditarios.
Esta
pérdida parcial de la capacidad auditiva es poslocutiva, es decir, sobreviene después
de adquirir el lenguaje oral. Comienza habitualmente con posterioridad a los
tres años y es degenerativa. Dado que nuestra especie sufre la infancia más prolongada
del reino animal (a veces hasta de cuarenta años o más), la exposición a largo
plazo a la voz de nuestros padres resulta más o menos dañina proporcionalmente
a cómo interfieran en nuestras vidas. La mayoría de los individuos que habitan
solos logran interrumpir el deterioro. No así los que contraen nupcias. Las
cifras muestran que estos sujetos reinciden en el agravio de manera calamitosa.
En ocasiones las secuelas tardan en salir a flote. Al principio mostrar
conductas amables uno con el otro podría hacernos creer que hemos burlado este
tramposo mal. Pero un cariñoso “¿Perdón, qué dijiste?” es tan sólo la semilla
de un malhumorado “¡¿Queeeé?!” repetido catorce veces al día, o “Sí, sí,
sí…claro.”, muy pronto se convierte en “no tengo la menor idea de lo que estás
hablando y francamente mucho no me interesa.” Pasada la luna de miel o el
primer año de matrimonio, las víctimas notarán que responden cada vez menos y
con más lentitud al llamado vocal de su pareja.
Los
estudios informan que la deficiencia auditiva empeora cuando el dúo se
reproduce o adopta hijos. Para entonces el concierto fonético (gritos y llantos
en su mayoría) se convierte en un taladro incesante sobre el tímpano que
provoca una sensación de mareo propia de quienes montan durante veinticuatro
horas ininterrumpidas una montaña rusa en contra de su voluntad. Los
integrantes de la familia comienzan a dejar de lado la comunicación oral
constructiva para reemplazarla por un lenguaje signado. En su mayoría se trata
de gestos ofensivos acompañados de objetos voladores que al estrellarse expresan
frustración, lo cual, si bien tiende a irritar a los parientes involucrados,
aporta una fuente de entretenimiento para los vecinos.
Uno pensaría que cuando los hijos
dejan la casa, el oído tendería a recuperarse, al igual que la paz y la
economía. Pero ocurre justo lo contrario. La paz se va para nunca más volver,
la economía empeora como el cuerpo en la vejez, y la hipoacusia selectiva se transforma
en cofosis, es decir, sordera total. Esto es porque, junto con la pérdida
auditiva natural que deviene de la edad, al llegar la jubilación, los integrantes
de la pareja son propensos, no ya a “no soportarse” si no esencialmente a
desconocerse. Lo que antaño fue un fastidio, como escuchar las quejas del otro por
achaques, laburo o algún familiar (siempre sin hacer nada al respecto), o tolerar
horas de cátedras soporíferas y/o chusmerío vacuo, o fletarse la misma anécdota
una y otra y otra y otra y otra vez, se distorsiona en algo inadmisible. Llega
un momento en que los miembros de la pareja, si todavía siguen juntos, no
pueden evitar ignorarse mutuamente y por completo. El lenguaje de signos se
sigue practicando pero ya no en forma violenta sino indicativa. Se hace uso del
dedo índice para apuntar y de la cabeza para negar, a veces junto con gruñidos cortos
y suaves.
Lamentablemente
la ciencia no ha descubierto medicamento alguno ni para la sordera matrimonial
ni para la unión feliz. Esta última suele darse por milagro y en contadas
ocasiones. La primera la padecemos todos, y… no importa mucho nuestro estado
civil.