Pertenecer
tiene sus …¿privilegios?
Verónica
Segura
Siempre asumí
que el consenso en un baile de strip-tease es hacer sentir al cliente en
control. Vamos, que entre más dinero suelta, más se le muestra, y más
libertades tiene para tocar y para… etcétera. Al menos es lo que las películas
nos hacen creer. Alguna vez, incluso, me parece recordar con memoria borrosa
(por la edad, digo, no por la cantidad de alcohol que habré bebido esa noche)
haber visitado durante mis años universitarios algún Strip Bar de mala muerte donde
las bailarinas eran, desde luego, chicas que sólo se acercaban si se les
lanzaba un billete. Y eso de “acercarse” era relativo al valor del billete, y
siempre algo demasiado breve.
Así que, cuando me invitan a la despedida de soltera de mi amiga, a un
antro con nombre de reptil en Buenos Aires, donde desfilan bailarines de ambos
sexos, asumo que esto de hacer sentir en control a los clientes es válido y
equitativo para ambos sexos.
El travesti “cantante” abre la noche entrevistando a los (y las)
festejados con una serie de preguntas indecorosas y burlonas. Procede a
establecer las reglas de comportamiento las cuales exigen a los varones
absoluta restricción hacia las bailarinas. Ni por equivocación las pueden tocar.
En cambio, las chicas podemos hacer con los strippers lo que queramos, incluso
“meterles el dedo” (sic). Estatuto sexista, pienso. Al grado de sentir lástima
por los bailarines.
Pero muy pronto caigo en cuenta que los únicos maltratados ahí somos
nosotros: los (y las) clientes. No es injusto que nosotras podamos hacer con
ellos “lo que queramos”, no. No,
porque resulta que también ellos pueden hacer lo que se les de la gana con nosotras. Funciona así: toman turnos.
Mujer, varón, mujer, varón. Cuando sale un hombre es como si soltaran a un
gladiador ávido de escandalizar y consumir carne humana. Seleccionan a la víctima, le aprisionan las tetas,
luego proyectan su cuerpo por el aire, la remolcan al escenario, la arrodillan
a la fuerza, aplastan su miembro contra su cara, y para terminar de desearle
“Feliz Cumple”, la doblan por la cintura y ya que está bien ceñida, el caníbal
se quita el cinturón (no cualquier cinturón, por cierto, uno con cientos de
agujeros metalizados) y ya se imaginan la manera en que castiga a la “cliente
en control”.
Antes de analizar si la susodicha está feliz con la experiencia, déjenme agregar que esto no se trata de
un espectáculo machista. De ser así, los hombres se salvarían de dicha
humillación. Y créanme, ese no es el caso. Cuando es el turno de las
bailarinas, las muy traidoras los suben al escenario haciéndoles creer… qué se
yo, lo lógico, pues ¡para qué te va a desnudar una chica si no para tocarte! Ni
con la punta de la uña del dedo meñique. Estas arpías les quitan camisa,
pantalón y calzón (leyeron bien) para
dejarlos ahí, bajo las luminarias, con las manos tapando su entrepierna, sin
saber si esperarla o vestirse, y con el público vapuleando las dimensiones de
su falo. Quizás el susodicho también esté encantado
con la experiencia.
Lo que este
lugar ofrece no es un “show de bailarines que se desnudan”. Es un rito de
pasaje, muy al estilo de las fraternidades universitarias de Estados Unidos. So
pretexto del festejo, el objetivo es poner a prueba si merecemos el estatus que
buscamos. La gente va dispuesta a renunciar por entero a su amor propio a
cambio de volverse “respetable”. Y que alguien vaya a ese lugar en busca de inclusión
y prestigio de manera voluntaria y con conocimiento de causa, me parece lo más
asombroso de todo este circo.