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Día de furia navideña

Día de furia navideña
Verónica Segura

La fe de mi hija lleva un tiempo tambaleándose, pero estas fiestas el sismo superó las escalas Richter anteriores. Todo así, parece que no hubo ningún derrumbe importante, aunque sí algunos escombros que anuncian que probablemente esta sea la última nochebuena que se trague el cuentito de Papá Noel. Hubiera preferido no inculcarle dichas fantasías, porque pienso que todo el entusiasmo que sintió durante años, no podrá compensar ese momento de decepción cuando descubra la verdad: el espíritu navideño del que tanto se habla no es ese buen ánimo que supuestamente nos invade con amor fraternal y reconciliaciones. Es un espectro maligno y cruel. Ebenezer Scrooge se queda corto. Y gracias a Coca Cola, que nos taladra con su risa espantosa, el ente aprovecha para contagiarnos a través de este eco interminable, no de generosidad, sino del Síndrome Amok, el clásico ataque de locura homicida que le da a Michael Douglas en Falling Down.

Lo entendí por completo el otro día que fui al supermercado. En la fila para pagar habían dos señoras muy refinadas, con el carrito lleno de productos importados y un peinado tipo algodón de azúcar. Empezaron a los gritos acusándose mutuamente de ser “una escandalosa, maleducada y sin clase.” El altercado se alargó varios minutos con un “No, vos. No, vos. No, sos vos. No, vos sos más”. Le describí a mi marido la escena por el celular y ambos nos reímos incrédulos de las dos viejas locas y su espíritu navideño. Me despedí de él con un jo jo jo diabólico.
Al llegar a casa saqué los ingredientes que había comprado para ayudar a mi hija con su proyecto de cocina. Resulta que Papá Noel le trajo una fábrica de donas. Siempre tiene ocurrencias de ese estilo: máquina de espagueti, chocolates, helados. Le he mandado millones de cartas explicándole que estos juguetes no son más que una fábrica de frustraciones, pero se los sigue obsequiando. Y es que nunca se obtiene un producto como el de la foto, se quiebran con facilidad, y como les gusta mucho usarlo sin permiso, siempre hay un quemado, cortado, o accidentado de alguna otra forma. En serio, no basta con poner un cartelito de advertencia en la caja. Además, es mamá la que termina lavando el desastre por más acuerdos (amenazas) que hayan, y para cuando la actividad llega a su fin, los niños están de mal humor- no se sabe por qué, pero siempre están de mal humor- y la madre ni se diga.
Luego de dedicar más horas de lo esperado a la repostería, salimos con prisa a su clase de natación. La sensación térmica es de cuarenta grados, no hay un centímetro de sombra y el camino es de subida. Si hay algo que odio cuando voy por la calle y tengo urgencia de llegar a algún lado es que se me cruce un zigzagueador. Lo detesto más que estar toreando caca de perro. Por qué hay gente que no puede mantener su carril, qué se lo impide, no entiendo. Si no viene ebrio y tampoco se está descomponiendo, qué katzo puede llevar a una persona a oscilar de manera aleatoria y en perfecta coordinación con nuestros intentos por esquivarlo. Gracias a esta danza serpentina, llegamos en el punto culminante cuando el vestuario de niñas está atascado y todas están apuradas por enfilarse al agua. La sección de duchas para menores, así como las guarderías, los peloteros, y las salas de espera del pediatra, son espacios muy similares a los pasillos de un loquero. Hay alaridos, carcajadas, y seres que se arrastran por el piso y deambulan desnudos. Las responsables, por lo general se dirigen a los custodiados con una fascinación forzada, aplaudiendo a la menor provocación, del tal forma que no se sabe si los están queriendo hacer sentir genios o imbéciles. Pero la efusividad desborda por doquier. Pareciera un cumpleaños comunal.
Llego al área de espera y antes de derrumbarme en una silla me doy cuenta que está prendido el televisor. Es un aparato que ha estado años en el mercado, pero ahora lo tienen que poner en todos lados. Casi en cualquier negocio nos invade el chupete electrónico y con volumen considerable. ¿Pero saben qué? Voy a ignorar esta sobrecarga de estímulos. Nada de esto cobra importancia porque tengo un hora libre mientras espero a mi hija. Una deliciosa hora toda para mi, sin que nadie me dirija la palabra. En vacaciones escolares esto suena demasiado bueno para ser real, y por eso oportunidades así se atesoran más, se exprime cada segundo haciendo lo que a una más le gusta. A mi me gusta mucho leer. Y no me gusta que me interrumpan. Me encanta estar sola, en silencio, leyendo. Lo último que quiero es mirar el teléfono. Todo bien si tu forma de “exprimir” el tiempo es sentándote en mi mesa con carita de “¿puedo?”, como si te fuera a decir que no- obvio que no es mi mesa- y vociferando tu phone office, por usar un anglicismo más de los millones que usaste, mandando mensajes de voz a todos tus contactos, en esa hora, mí hora- esa sí era hora- sin siquiera tener la decencia de hacerles un llamado, hubiera sido mejor llamar o dejar un mensaje de texto. Aborrezco los mensajes de voz. Y perdón que me meta, pero pienso que tengo el derecho de opinar ya que divulgaste hasta tu número de identificación con toda la sala. La verdad no me pareció que estuvieras resolviendo nada. Hiciste un montón de llamados quejumbrosos y no concretaste ninguna cita. Yo también tengo trámites pendientes, yo también he postergado la cita al pediatra, a mi también me faltan hacer compras que no quiero hacer para reuniones a las que no quiero ir. Te cuento que tengo al pintor arreglando un problema de humedad que le tomó al consorcio un año para atender y mi departamento es un desastre. No he digerido la cena de Navidad, mucho menos la de año nuevo, todavía falta la maldita reunión de Reyes. Qué quieres que te diga, caray, por lo menos toma unas clasecitas de voz si me vas a usurpar mi preciosa hora a puro chusmerío barato que no me interesa. ¿O me la vas a devolver? ¡Cacatúa ratera, perversa, me contagiaste el espíritu navideño!
A ver, pásame el whatsapp de Krampus, que seguro lo tienes entre tus contactos. Es obvio que se olvidó de capturarte entre tanto malportado, pero gente como tú tiene que ser devorada. Le voy a dejar un mensajito de voz.