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Zona cero

Siempre he dicho que fue gracias a la pereza, y sí, es cierto, pero la verdad tiene más capas: fue la fiesta que me salvó la vida. Habían sido un par de meses de descontrol, no sólo por la juerga, sino porque no había movido el cuerpo para nada, no en una forma atlética al menos. Así que dije basta, me doy pena. Decidí que al día siguiente saldría a las 8 en punto para correr hacia Battery Park y, después de rodearlo, subir las Torres Gemelas, las cuales aún no conocía. Calculaba que para las 9 h estaría en la cima, contemplando la maravillosa Manhattan que me albergó por unos meses para estudiar actuación. Llegada las 22 h abrí una cerveza, fielmente comprometida con mi propósito saludable y deportivo, total, una no es ninguna. El 11 de septiembre de 2001 sonó la alarma a las 7:30 h, la cual fue reventada de inmediato por mi resaca. Aproximadamente 90 minutos después me despertó el timbre del teléfono el cual traté de ignorar, pero no dejaba de insistir. Era mi padre. ¿Ya te enteraste? ¿De qué?, contesté ronca. Prende el televisor, me ordenó. Caray, qué terrible accidente, ¿cómo puede ser? Conversamos unos minutos hasta que juntos y por larga distancia miramos cómo se estrellaba el segundo avión. Era una película, una pesadilla, no estaba ocurriendo y por eso ninguno de los dos pronunció palabra. ¿Qué se puede decir en ese momento? Me hizo reflexionar qué distinto es enterarse de una tragedia una vez ocurrida, a ser testigo de una catástrofe mientras está ocurriendo. Ambas noticias causan terror, desconcierto y sentimientos de pérdida. Pero la desesperación y la impotencia que se siente al no poder intervenir para detener el evento, nos llena de culpa, quizás incluso de locura. Los días siguientes parecían la invasión extraterrestre. El puente de Brooklyn estaba colapsado mientras las calles de Manhattan estaban desiertas. En la calle, 1 de cada 3 personas vendía tapabocas para no respirar el asbesto que se había liberado. La policía tenía bloqueado el acceso de Union Square hacia el sur –el área donde yo residía. Salir a comprar comida y volver a entrar a mi zona era como convencer a la policía que no era una zombi. Fui a la plaza en las noches a poner velas para los muertos y abrazar a desconocidos y llorar a mares. Escribo esto más de una semana después de su vigésimo aniversario. Pensé excusarme con una frase jocosa, como que me quedé dormida, o a pesar de no estar de fiesta, la pereza sigue siendo un hábito. Pero no me causa gracia y tampoco es verdad. Sencillamente no había encontrado la fuerza para relatar esto. Últimamente todo me cuesta. ¿Será que me he convertido en una muerta viviente? Culparé a la menopausia que amenaza en llegar, pero se toma su tiempo. O a la pandemia, que ha causado estragos en la mayoría de nosotros. El caso es que no he logrado recuperar el vigor o las creencias que tenía cuando vivía en Nueva York. El atentado parece haber coincidido con un colapso de mis propios bastiones, y las crisis siguientes del siglo XXI han acompañado mis quebrantos internos. Aún así, confieso que hasta hoy no dejo de preguntarme con el peso confuso del que sobrevive, ¿por qué? ¿Fue realmente la fiesta, la fiaca, la falta de compromiso? Siempre me ha gustado dormir, es uno de mis pasatiempos favoritos. Pero también soy una persona extremadamente terca. Estaba decidida. Había determinado estar en la cima de las Torres Gemelas a la hora exacta del ataque. ¿Qué quimera milagrosa me detuvo? Estoy resuelta a no creer en esas cosas. Después miro a mi hija y es casi imposible no tener fe en la magia. Quizás sea eso lo que estoy gestando: mi zona cero, con mis fuentes hundidas para honrar y reconstruir.

Arrullo cervezas en el almacén

Verónica Segura
Estoy en la fila de “10 artículos o menos”. Tendría que ir más rápido que las otras, donde los carritos van repletos como para alimentar a un pelotón, pero no avanza. Llevo una bolsa de tela reciclable hasta el tope y un six-pack en el brazo derecho. La gente mira la pantalla de sus teléfonos mientras yo abrazo por completo el paquete de cervezas y me comienzo a mecer. No es algo que decido, simplemente estoy programada para estrechar el bulto, balancearme y tararear. Y eso no es todo: estoy programada para hacerlo con cualquier bulto, en cualquier lugar, a cualquier hora. Me di cuenta ahí mismo, ese día. No importa que haya pasado más de una década de mi embarazo. Parí, amamanté, pasé noches en vela calmando el llanto de un crío, sacudí con furia un carrito para que el bebé finalmente se durmiera. Sentí el pavor de la madre primeriza y de a poco se me fue quitando, y día a día acumulé nuevos miedos a los cuales también me sobrepuse. Aunque confieso que esto no fue lo único que se activó a partir de la maternidad. También se despertó mi niña interior con renovadas fuerzas. Necesité más que nunca el abrazo de mi madre, su protección, su consejo. Esos fantasmas infantiles que creí haber enterrado, salieron intactos de la tumba. Supongo que uno nunca deja de ser niño, solo hace falta el contexto adecuado para que su vulnerabilidad salga a flote. Pero niños somos todos y es algo que de alguna manera se puede madurar. Lo que quiero decir, es que con la llegada de mi hija se dio un desdoblamiento múltiple: al convertirme en su madre también me transformé en mi propia madre, y al necesitar más de mi madre, pude acercarme a ella de una forma maternal que me ayudó a comprenderla como nunca antes hubiera podido –con vista de pájaro– al integrar todas las piezas de ese ser humano que me gestó y me crió. Pareciera que hay una mutación que sucede cuando somos progenitores. Soy mujer y di a luz, por eso hablo desde mi experiencia, pero estoy segura que también le pasa a los hombres y a la gente que adopta: una vez “madre”, siempre una madre. No se puede evitar, si tengo un bulto el los brazos lo voy a contener, le voy a dar calor, y voy a hacer lo imposible para que las cervezas salgan del almacén dormidas, tranquilas y soñando bonito.

Batigato

Batigato

Verónica Segura

 

Ayer fue el día internacional del gato y por tal motivo me gustaría dedicarle unas líneas a mi compañero motorizado de lengua rasposa por llenar mis días de sabrosura con su andar arisco. Es difícil creer que tiene una personalidad tan definida dado que se la pasa tumbado todo el tiempo, pero ustedes mismos la descubrirán a través de este retrato escrito. A veces le hacemos un mimo y con ese tono ridículo con el que se le habla a las mascotas le preguntamos, y tú para qué sirves, Chamoy. Cuando se estira, es como si hiciera toda la secuencia del saludo al sol, incluyendo yoga de cara expandiendo la mandíbula en un bostezo frenético, luego da cinco vueltitas en su mismo eje, se detiene en seco, se lanza a un costado con un impulso franco que no coincide con su sopor, y ahí echado se ofrece unos segundos para quien quiera rascarle el pecho. Por último, se encapsula como bicho bolita escondiendo la cara entre sus patas, permaneciendo así un largo rato. Tiene un pelaje suave y esponjoso, podría decirse que blanco, pero cubierto con un traje marrón muy misterioso: media capa, cola pintada y antifaz. A pesar de que ronronea a la menor provocación, no es muy sociable. No es que se esconda, en todo caso prefiere observar. Está muy apegado al momento en que le sirvo la cena. No importa qué tan lleno siga su plato, recibir alimento es el ritual más importante del día. Me avisa que ya es hora mordiendo mi tobillo, si llega a pescar un cacho de pantalón, mejor, así puede jalarme hasta la cocina para hacerme saber qué es lo que quiere. Lo mismo hace cuando es hora de salir al balcón. Lejos de desgañitarse, me muerde y arrastra al problema para que lo resuelva. Yo lo dejo salir aunque llueva. Le gusta que el viento sople fuerte, quizás se sienta modelo de producto capilar. Ya llegó la hora Pantere, le decimos. El nos ignora. Parpadea rápido y enchina los ojos alzando su naricita una y otra vez. ¿Qué olerá? Después de mirar a los vecinos, cruza el departamento a la otra ventana, donde los pájaros han hecho su nido y se le desorbita la mirada fantaseando con su “delivery”. Adora estorbar. Es un obstaculizador profesional. En cuanto te ve venir, sobre todo si traes prisa, se lanza en medio del camino a ver si logra robar un mimo o hacerte tropezar, lo que venga primero. Claro que si tienes ganas de besuquearlo, él no quiere saber nada. Si tu intención es sentarte a la mesa, se apura a ocupar tu silla. Es muy territorial. Si viene un desconocido a arreglar algo, digamos el plomero o el electricista, por ejemplo, se tira al piso lo más ancho que le de el cuerpo en el lugar donde esté trabajando la persona, como para decir: solo quiero que sepas que esta es mi casa, y yo aquí soy el Rey, y te estoy observando, y por ahí hasta sé dónde vives. Parece mentira, pero siempre hace caca justo cuando nos ponemos a cocinar. Tal vez sepa lo mucho que le revienta a mi marido o sea una venganza por no dejarlo dormir en la cama. Yo me doy cuenta enseguida porque pone su hociquito como para decir “u”, y cuando el deshecho empieza a salir ahí es como que mandara besos, diciendo ua-ua-ua sin sonido. Cuando hace pis su postura es completamente distinta. Se pone cara contra la pared, orejas de avión y cadera abierta. Es obvio cuando va a vomitar, maúlla de una forma grave, muy afrancesado, y camina en reversa hasta regurgitar un taquito gris. Luego busca alguna cueva, puede ser su jaula o el cajón de mi marido, no sé por qué prefiere su olor si soy yo la que más lo consiente. Lo mismo hace cuando hay tormenta. En general es un gato tranquilo, pero hay cosas que no tolera. Por ejemplo que dejemos sonar la alarma en vez de despertarnos. Nos reclama muy molesto que la apaguemos ya mismo. Odia cuando viene el fumigador y le saco su arena y comida de la cocina. Quizás tenga alma de diseñador obsesivo y sus cosas deben ir donde deben ir. También detesta las puertas cerradas o que durmamos hasta muy tarde. Los fines de semana, cuando mi hija se encuartela y a nosotros nos dan las 11 de la mañana, Chamoy se pone ansioso y para desalentar nuestra conducta, vocaliza como Farinelli hasta que nos gana por cansancio. Puedo entenderlo. Es injusto que le cambien la rutina. A las 9:15 ya tendría que estar tomando la primera siesta con todas las persiana arriba mientras la familia convive en la misma habitación.