Verónica Segura
Hace unos días cambiaba los canales del televisor, cual autómata, y me
detuve en un programa para niños. El dibujo animado me llamó la atención porque
en él, un grupo de amigos padecía de angustia. Al principio me causó gracia.
Sus preocupaciones las juzgué nimias, absurdas. Se adjudicaban todo tipo de
patologías inexistentes en base a conductas inocuas. Por ejemplo, si a un
personaje se le olvidaba algo, el “psicólogo” del grupo (otro amiguito que
trataba de impresionarlos por haber leído a Freud), le diagnosticaba “faltitis
memoritis”, o si alguno dudaba de sí mismo, lo condenaba de sufrir “inseguritis
crónica”. De tal suerte, que con sólo nombrar su condición los niños se convertían
en ella. Se identificaban con su dolencia… y yo me identifiqué con ellos. Me di
cuenta que yo era ese personaje que se preocupaba por estar preocupado. Fue
entonces que apagué el televisor como quién aplasta una cucaracha.
¿En quién me he convertido? ¿Es
esto lo que he cosechado… una lista de obsesiones y ansiedades? ¿En qué momento
contraje estos desórdenes y- si son imaginarios o creados por mí- por qué son
tan difíciles de combatir? Seguramente a la distancia o para otros también
parecerán triviales e insensatos. Confieso que hay días en que me siento de
noventa años, y tan sólo cruzar la calle hace que me quiera deglutir la caja
entera de ansiolíticos para poder enfrentar el desafío del semáforo.
Uno lo intenta todo: yoga, psiquiatría, acupuntura, religión… ¿cuál es
el refugio eficaz? Unos días aparece, otros no. Intuyo que tiene que ver con la
diferencia entre creer y confiar. Es decir, que el acto de creer, por más que nos alivie, también nos
puede obligar a construir ciertas ilusiones, basadas a veces en información que
no se puede comprobar, o que puede cambiar con facilidad. Eso vulnera nuestras
creencias. Y si nuestras creencias son vulnerables, nosotros lo somos también.
En cambio, si sencillamente confiamos,
sin justificación alguna, sin imaginar la logística de cómo es que las cosas se
resolverán, entonces lo único que exigimos de nosotros mismos es soltar. Todo esto suena a una receta barata,
lo sé, pero de pronto, y sin encontrar por esto consuelo ni solución a nada, me
cayó la ficha de que existe una diferencia entre creer y confiar. Que al creer -en lo que fuere- estoy haciendo
un esfuerzo, proyectando al futuro posibles consecuencias, y que me agobio con una
carga que no me corresponde, porque la verdad es que todo lo que ocasiona mi preocupatitis aguda está completamente
fuera de mi control.
Es una acción nada sencilla,
toma práctica. Pero a veces soltar es
todo lo que podemos y debemos hacer.
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