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Breakfast with Lucas


Breakfast with Lucas
Verónica Segura

Casi un mes después del Día Internacional de Las Guerras de Las Galaxias publico mi relato de aquella rara ocasión en que, como un sueño de Holly Golightly hecho realidad, desayuné con George Lucas. (Mi tardanza se debe a un cambio de horario gigantesco entre el Planeta Tierra y Naboo. Sepan disculpar).
Reiteradas veces me han preguntado sobre mi experiencia en Star Wars y confieso preocupada que repetí como loro ciertas respuestas que ya he olvidado. Así que antes de que se me descubra una amnesia, una senilidad temprana o un cuadro de valemadrismo grave, me dedico a la tarea de compartir lo qué realmente pasó en ese galpón verde. Sí, verde (verde loro), no azul, como se suele creer. Vayamos desmintiendo eso de la blue screen.

El casting fue cualquiera, para ser honesta, una cosa de nada. Desde luego que no guardaba ninguna esperanza. Pensé que iba a encontrarme con una fila de miles, pero el lugar estaba vacío. Entré como Pedro por mi casa. Fue en los estudios Fox de Sydney (en ese tiempo yo vivía en Australia). Me recibió Robin Gurland, directora de casting. Charlamos relajadísimas. Todo a cámara. Me preguntó si tenía tiempo para que las chicas de vestuario me tomaran las medidas. Creo que agité la cabeza con demasiada vehemencia… no que ella no estuviera acostumbrada a ese tipo de reacciones sobredimensionadas, supongo. Luego el equipo de vestuario me mandó con los de maquillaje. Todos se alegraron de que mi talle y facciones fueran similares a las de Portman. Si tenía o no la capacidad para actuar… Bueno, sigamos.
Pasaron días. Silencio de radio. Completamente lógico. ¿Yo? ¿En “Estar Güars”? Obvio que no. Pues resultó que sí. Estaba en el metro, una estación donde conectan varias líneas. Me llamó mi agente. Todo muy ruidoso. Igual le entendí: quedé para el personaje Cordé. Salté como chapulín. Y aquí es donde hago una pausa para meter todo en contexto: cuando era niña, mi hermano (no yo), era ultra recontra fan. Yo quería jugar a otra cosa y él me “obligaba” a disfrazarme de la princesa Leia, lo cuál estaba perfecto, pero lo que odiaba era detener las naves, hacer ruiditos, mover los monigotes… es decir, efectos especiales. Perdónenme, pero yo nací para estar EN el escenario, no DETRÁS de él y MENOS para ayudar con la técnica. ¿Para qué me produje? O sea… ¡Por favor! Todo esto para que se entienda por qué fue a mi hermano a quién primero llamé. Ahí mismo, larga distancia desde la Estación Central. Escuché por el teléfono cómo su quijada se fue de bruces al piso. Touché. ¿No que no? Ahí tienes a tu “asistente”.
Luego de esa tarde gloriosa siguió más silencio de radio…sepulcral diría yo. Llamé a la producción y mi contrato seguía en pie. Poco después me llamaron para unas pruebas de vestuario y maquillaje. Luego otras… y otras, y otras, y otras. Cada una de varias horas. Muy, muy meticulosos con el arte. Por cierto, el vestido, no se de qué material o de cuántas capas estaba hecho, pero me duplicaba el peso. Lo más genial fue cuando tuve que ir para un escaneo total de mi cuerpo. Sentí que estaba en un hospital del futuro y yo era la mujer biónica. Dije, ¡Sobres! Ya tenemos la muñequita de Cordé.
Pasó más tiempo. Estaba a nada de filmar y aún no tenía el guión. El pánico germinaba en mis vísceras. Días más tarde tocaron a mi puerta un par minotauros vestidos de negro y gafas oscuras. De milagro no portaban rifles. Estuve muy cerca de disculparme por lo que había hecho ese fin de semana en la fiesta de mi amiga. Por suerte fueron rápidos con su entrega. Pensé que sería una advertencia escrita en italiano. En cambio me confiaron dos páginas de El Ataque de Los Clones atravesado con un sello que decía “CONFIDENCIAL” el cual apenas dejaba ver lo decía el libreto.
Quiero dejar en claro que veinte segundos en pantalla no merman la dignidad de mi oficio, ni entonces, ni nunca, y me presté con diligencia y esmero al análisis de mi diálogo. Por desgracia terminé en menos de quince minutos, pero eso no importa. Salí a celebrar con las magníficas olas de Bondi Beach y ya era conocida en todo el barrio.

Llegó el día. Digamos que “descansé”, por llamar a la “taquicardia nocturna con ojos cerrados” de alguna forma, pero lo que se dice dormir, no pude. Creo que me citaron por ahí de las cuatro y media de la madrugada. Mejor. Estaba harta de fingir el sueño. Sólo me lamenté por la migraña que acarreó la ansiedad y el insomnio, pero fuera de eso estaba feliz. Saludé al sereno de la puerta de los estudios como si fuera mi compa. Yo era la dueña.
El cuarto de maquillaje estaba vacío. Comenzaron por las pelucas. Sí, sí, en plural. Eran dos y no ayudaron a mi dolor de cabeza. Lo que se tardaron en sujetarlas… ouch. Entre el vestido y las dos pelucas ya éramos cuatro Verónicas en una. Llegó Natalie. (Así le digo, ¿ven?). Se puso a leer. Moría por saber por qué autor me ignoraba. Me gustó. Discreta. Cada quién en lo suyo. (Por favor salúdame Natalieeeeeeeee). Luego vino Hayden que intercambió algún comentario jocoso con ella y se sentó. Los tres en silencio mientras un experto nos maquillaba. Casi me duermo. Una especie de guardaespaldas nerviosito, equipado de auriculares, walkie talkie y riñonera con todo tipo de herramientas, llegó para llevarme a locación.

…No era yo. No podía ser yo. Eso le estaba pasando a alguien más...

Abrió la puerta metálica para dejarme entrar al hormiguero más espectacular que jamás haya visto. Y entonces mi quijada se fue de bruces al piso. El set era colosal. Había una multitud que iba y venía con tal urgencia que me paralicé. El nerviosito me tomó del brazo para llevarme a una pequeña guarida. Varias veces me choqué con trabajadores que parecían no darse cuenta del accidente. Al fin llegamos a donde había menos tráfico y poca luz. Ahí me estacionó y me advirtió con una sonrisa que no me moviera. (Como si fuera posible, ¡con ochenta kilos de vestuario y pelucas sobre mi cabeza!) Yo seguía muda. Mientras intentaba respirar pensé, lo que estaría increíble sería conocer a Lucas, pero ya se que eso no va a suceder. De pronto divisé a lo lejos a una persona que bien podría parecerse a Lucas. Bueno, qué casualidad, me dije. Al aproximarse me di cuenta que de hecho era Lucas. (Por favor salúdame Georgeeeeeeeeeeee). ¿Saben por qué se dirigía George Lucas hacia donde yo estaba? ¡PARA SALUDARME! Yo no lo puedo creer. Hasta la fecha me sigue sorprendiendo gratamente ese gesto. George Lucas se acercó a mi… para saludarme. Y eso no es todo. Me preguntó COSAS. Que cómo me sentía, que si necesitaba algo, que bienvenida. Qué tipazo, ¿no? Como estaba en un trance, me imagino que he de haber respondido en glosolalia, pero él sonreía sin burla, así que mucho no he de haber metido la pata.

Y por fin… ¡a filmar! Instantáneamente mis piernas adquirieron Parkinson y subieron al set como pudieron. Hicimos algunas tomas. Portman y Morrison unos genios. Lucas sugirió que no llevara zapatos dado que mi personaje acababa de salir volando luego de una explosión. Yo propuse una actuación más contenida y débil por el mismo motivo, quizás Cordé agotaba su último aliento en disculparse. Lucas aceptó animado y la toma quedó como yo la planteé. (Creo que esa fue mi mayor satisfacción). Bueno, eso y que actuar en ese plató fue casi como estar en un escenario a lo Grotowski. Exceptuando el vestuario, habían escasos elementos producto de la “explosión”, unas escaleras que representaban la nave y hielo seco a manera de humo. Desde luego que en edición le agregaron toda clase de efectos, pero en ese momento éramos los actores y no los artificios los que contábamos la historia, y había tanta gente en el lugar que teníamos un público considerable. Fue una experiencia extraordinaria, como estar en Microteatro y Hollywood a la vez.
En un descanso, Lucas me convidó galletas dulces y te de manzanilla con Ahmed Best (Jar Jar). Fue el desayuno más bizarro que jamás he tenido. Volvimos para una escena más y ya era la hora del almuerzo. Lo compartí nada menos que con Anthony Daniels (C-3PO). Un placer. Un hombre tan dulce e interesante... estaba a punto de preguntarle si quería ser mi mejor amigo hasta que recordé que no estaba en tercero de primaria. Pero yo alargaba el postre por saber que no volvería a filmar. No. No me quiero ir. No me saquen de mi fantasía, no me quiten este vestido pesado y maloliente. No quiero volver a mi casa, quiero volar por los aires en medio de esas flamas imaginarias para siempre y pedir perdón: Milady I’m so sorry I failed you senator Milady I’m so sorry I failed you senator Milady I’m so sorry I failed you senator… Pero la encargada de vestuario me desabotonaba más rápido que un pianista lujurioso. Ella criticaba a la producción por el extenso guardarropa ya que sólo era para vender más muñequitos. Sonreí discretamente con la promesa de estar a la venta como una mini Cordé.

Hubiera preferido una tormenta a un día soleado. Ya se que el lugar donde vivía es el paraíso, una playa hermosa, y pude haberme metido a nadar para consolarme. Pero el bajón que siente un actor cuando “su” obra termina, sólo algunos lo entienden. Salí de los estudios Fox para esconderme en mi cama. Resultó que ya no era conocida en el barrio, y el día era feo a pesar de brillar, y la calabaza de Cenicienta no era orgánica. Todo esto me resultaba tan insoportable que debía convertirlo en algo creativo. Así que, después de unas horas de auto compasión, decidí asomar la cabeza por las sábanas y escribirle una carta al buen George en la que me comparaba con un vampiro famélico que tomaba esta experiencia como un suero exquisito que saciaba toda su hambre sólo para dejarlo más insaciable que antes. Ah… y le agradecía por dicha oportunidad.
 
Desde luego nunca escuché respuesta. ¿Lo habré asustado? No importa. Lo que cuenta es que Star Wars me definió como loquita de las artes escénicas… o como escribió Bukowski: encuentra lo que amas y deja que te mate.

Y tal como el personaje de Truman Capote, yo también “terminé” en Buenos Aires, desayunando, no en Tiffany’s, sino en un barcito de San Telmo, y no, nunca hicieron el mentado muñequito plástico de Cordé, al final no comerciaron conmigo en las jugueterías. Mejor, mejor así, porque como dijo Holly Golightly, no le pertenecemos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos y además una chica no debe leer (ni escribir) este tipo de cosas sin su lipstick puesto, así que si me disculpan, voy a buscar mi bolso. Chaucito.

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