¿Qué te
hiciste?
Verónica Segura
Hace varios años,
cuando estaba en la universidad, pasé por una crisis tan aguda que me rapé la
cabeza. Claro que no es lo único que me he hecho. También me he teñido el pelo de
todos los colores del arcoíris (y más), lo he usado de todos los largos y
prácticamente todos los estilos posibles, incluido el mohawk. Pero considero haberme rapado lo más categórico en la lista.
La gente sabía que no estaba enferma, así que la pregunta lógica para
dilucidar qué me llevó a cometer semejante acto era “¿qué te hiciste?”. Cosa
rara, porque a pesar de que no me gustó en absoluto como quedé, admito que ni el
ruido, ni el cosquilleo de la maquinita lograron que me arrepintiera. Cuando terminé
de esquilarme, sentí una gran vulnerabilidad, pero no una que me pusiera en
peligro. Era una sensación que me conmovió profundamente, como si recién hubiera
despertado a la naturaleza. Era verano, yo vivía en un pueblo pequeño con un
lago y me transportaba en bicicleta. Recuerdo ir pedaleando en una bajada y deleitarme
con el viento, tumbar mi bici en el pasto para zambullirme en el lago glacial y
luego sentir el sol secar mi piel, una que no había sido expuesta desde que
nací. Para una fiesta de Halloween me
disfracé de Tío Lucas de los Locos Adams, y para otra fui de bola de billar. Me
divertí tanto que mantuve la calva por unos meses. Dejármelo crecer fue un suplicio
que duró más de lo esperado, pero esa es otra historia.
El punto es que
por más cliché o hueco que parezca, cuando una mujer cambia su look es porque algo está pasando. De
hecho “¿qué hago con mi pelo?” es una pregunta incesante que nos aqueja como si
fuera la toma del antibiótico. Por alguna extraña razón es en la cabellera
donde se concentra toda nuestra incertidumbre, ansiedad, aburrimiento, incluso
nuestra proeza. Es a través del peinado que conmemoramos un rito de pasaje. Sin
cortar la melena no se puede cortar con el pasado. Y cuanto más extrema la
transformación, más se evidencia nuestra inquietud.
El problema de plasmar cada metamorfosis en la cabeza- o desquitar nuestra
bronca en ella- es que durante la vida sufrimos demasiadas mutaciones emocionales
y el pelo no da para tantos cambios. Creo que ni la cabellera de Rapunzel crece
con la suficiente celeridad para apaciguar la cantidad de crisis por las que atravesamos,
a veces en un mismo mes. Razón por la cuál son en general las mujeres mayores quienes
usan ese estilo de pelo bien corto: su excedente de crisis les impide seguir
representando cada quiebre o renacimiento en una cabeza donde ya no hay pelo
que cortar, arruinado además, por un abuso de productos químicos. Aprender esto
lleva un tiempo, y sin embargo es imposible evitarlo. El poder de la estética
nos llama, es más fuerte que nosotras. El “antes y el después”, el “borrón y
cuenta nueva” debe ser marcado aunque sea por un leve despunte, unas lucecitas
por más que nadie las note. Si el experimento sale bien, recibiremos un
cumplido. Si es un desastre, vendrá el clásico “qué te hiciste?”.
Pero, caray, ya
que entendemos las razones de dicho hábito, no deberíamos dejar de preguntar
“¿qué te hiciste?”. No sería mejor consultar, en todo caso, “¿Qué te hicieron?
¿Qué te ha hecho el mundo para orillarte a gastar una fortuna en cortes y
tintes y retoques y mechas y luces y bucles y alisados y shocks de keratina…
todo para que un día afeites todo lo invertido y te quedes como niña de
hospicio y encima te guste y luego
sufras un montón de tiempo para que te vuelva a crecer? ¿Qué te hicieron, qué
te sirvo, precisas un trago más fuerte?”
¡Que te hiciste Rapunzel?
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