Heaven
Verónica Segura
Hace unos días
viajé sola a la provincia de Córdoba, Argentina para el Festival de Poesía. No
sé si me hospedé en una zona tranquila o es que Buenos Aires es tan ruidosa que
el silencio ya me es ajeno. Desde muy joven he andado por la mía, auto
abasteciéndome como pueda, saltando de país en país. Pensé que la década de
matrimonio que llevo a cuestas no habría cambiado en absoluto mis tendencias
ermitañas y que disfrutaría esos días en soledad. La primera noche se me cerró
el estómago como mascota abandonada. Me tiré a la cama sin haber cenado, pero feliz
porque no tendría jalones de cobijas, ni ronquidos, ni siquiera alarmas
tempraneras. Además podría leer antes de dormir, algo que adoro y rara vez hago
ya que siempre llego en estado de coma. Mas el control de la TV me hostigaba.
Su presencia era como la de un perro que intenta ser discreto y servicial, pero
te mira fijamente con su lengua de fuera y jadea, y jadea, y no para de jadear.
Lo arrebaté de la mesita de luz y encendí el aparato. (Creo que el atractivo en
parte tuvo que ver con tener el control
del televisor en mis manos. Quizás solo algunas mujeres podamos entender
este sentimiento de libertad y venganza). Todo muy moderno y lujoso, menos la
selección de canales. Un repertorio de noticieros, alguno que otro de ficción
(mal doblado) y dos que tres dibujitos sanguinolentos. Presioné la tecla para
cambiar de canal como autómata hasta que me di por vencida y dejé que la caja
idiota me “informara”. En cuanto un noticiero me aturdía, pasaba al siguiente,
que se quejaba de lo mismo. Así el próximo y etcétera. Cuando menos me di
cuenta ya habían pasado dos horas. Esa pantallita es un vórtice. No sólo
succionó dos horas de mi vida con su hipnosis de hojalata… me hechizó. No es
broma. Ya sabía de las desgracias sobre las que hablaban. Leo los diarios.
Repito: los leo. No los oigo, mucho menos los miro, y es por una buena razón: para
que no me embrujen. Pero por haberlos visto en serie, comencé a creer que la
situación estaba mucho peor. No, no… mucho mucho
peor. Y que yo era MUCHO MÁS INFELIZ Y MISERABLE sin siquiera saberlo,
cuando esa misma tarde me consideraba una persona bastante plena y afortunada.
Caray, ¿qué no recién hablaba con mi hija, no viajé para celebrar la poesía?
Me hizo recordar a un filme que
vi hace muchos años dirigido por Diane Keaton llamado Heaven (1987). La primera parte de la película me subió mucho el
ánimo, pues la gente se muestra, no sólo convencida de la existencia del
paraíso, sino deseosa de morir para poder habitarlo. Más adelante, las entrevistas
se concentran en culposos que aseguran nos aguarda el infierno. Luego se suman
escépticos que afirman que después de la muerte no hay absolutamente nada,
robándole sentido a la vida. Fue una montaña rusa de ochenta minutos. Keaton
hizo de mi lo que le vino en gana. Si todo fue una simple burla, yo la merecía.
Pero tampoco creo ser tan excepcional. Quiero decir, de que me hago daño por
exponerme así, ya lo sé, e intento- sigo
intentando endurecer mis blanduras por más que sepa que la guerra la tengo perdida.
Pero creo que la mayoría de la gente cargamos una dosis de vulnerabilidad,
aunque no queramos aceptarlo, que dicta que al someternos a un estímulo
negativo continuo, vamos a ser contaminados.
Buena falta me hacía el humor ácido de mi marido para hacer tierra y
despedazar juntos a los comentaristas, el maullido glotón incesante de mi gato
y la renuencia de mi hija para hacer la tarea, bañarse, comer sus verduras, ir
a la cama. Buena falta me hacían las piezas simples, imprescindibles de mi Heaven.
Y sí, se nos viene la noche. Es inminente. El mundo se desmorona, hay sequía, el
agua es veneno. Ya lo sé. Pero esa no es razón para que yo no construya y
disfrute de mi invernadero.
Existencialismo puro
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