Para los que estamos en la lona y queremos dormir bien
Verónica Segura
Hace unas semanas, en pleno período de aislamiento por el coronavirus, circuló en redes sociales el video de un actor y empresario multimillonario celebrando su cumpleaños online. Sopló las velitas muy contento y sin el menor titubeo, compartió una lista de sus éxitos profesionales. Unos días después de pedir por delivery su torta de chocolate y armar su “Zoomple-fiesta”, su planta de empleados y sub-contratados se enteraban que no recibirían más sueldo ni aportes ni indemnización ni más comunicación que unas líneas por whatsapp explicando la “grave situación financiera” de la empresa. Cientos de familias, de por sí vulneradas por la pandemia, dejaron de recibir el sustento con el que contaban mientras él disfrutaba las sobras de su calórica torta y desarmaba su imperio “en secreto”. Lamentablemente, esta es una historia común que se repite como disco rayado. Pero mientras veía a este engendro de María Antonieta masticar su torta y hacer morisquetas, recordé una historia que ya no sé si la leí o me la contaron, pero me gusta recordarla en tiempos cuando resulta difícil conservar la esperanza. Había una vez una mujer que se casó y se fue a vivir a un país muy, muy lejano, donde hablaban de manera extraña. Luego de luchar por su matrimonio un buen rato, finalmente admitió que la relación naufragaba y decidió dejar a su marido. En este lugar remoto, ella no tenía familia y casi no trataba con nadie, así que como solución temporal, se fue a vivir con un amigo que recién había conocido. Una cosa llevó a la otra y se involucraron, pero el tipo no tardó en mostrar la hilacha y una noche se puso violento. La mujer fingió docilidad para no ponerse más en riesgo, pero el día siguiente lo dedicó entero a buscar un lugar cuya renta pudiera pagar con sus mínimos ahorros ya que en ese momento se encontraba desempleada. Finalmente encontró un huequito hecho a la medida de elfos e incluso un trabajo en una verdulería (el cual perdió muy pronto dado que no entendía los nombres de las frutas y el dueño no tuvo paciencia, pero esa es otra historia). A hurtadillas fue a buscar sus pertenencias sabiendo que el tipo no estaría en casa. Era todo lo que tenía, ese bolso de ropa. Y se dijo a sí misma, no me importa dormir en el piso. Al salir del departamento vio a un hombre cargando un colchón usado en la cabeza. No se pudo contener y le gritó, ¡Ey!, ¿a dónde llevas ese colchón? El hombre, descolocado, se detuvo en medio de la calle y contestó, ¡no sé!, estoy por mudarme a provincia y pensaba llevármelo, pero la verdad que me estorba. Véndemelo, –desafió la mujer– pero barato porque no tengo un peso. Y el hombre le propuso una cifra simbólica y la llevó a ella y a su nuevo-viejo colchón a la residencia de elfos recién rentada.
Esta historia me significa mucho, porque resalta la situación de una persona que está lejos de sus afectos, sin donde caerse muerta, barajando duelos y agresiones. Pareciera que entre más precaria la situación, más difícil es encontrar refugio y personas en quién confiar. Siempre ha habido plaga, sobre todo de María Antonietas, y generalmente la fantasía de poder decapitarlas se queda en eso. Es algo que enfurece. Sin embargo, por trillado que suene, también pareciera que existe un algo, quizás un ángel que peca de esquivo pero que, cuando estamos en la lona, conspira para que no durmamos en el piso.
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