Verónica Segura
Pocas cosas cambian en la
vida. Da la casualidad que los niños de la antigua Roma también competían por
llegar primero y condenaban de antemano al que fuera último: occupet extremum scabies (el último se
contagiará de sarna). Cuando era niña, supongo que en México se seguirá usando, gritábamos al
correr “¡El último vieja!”, sin considerar por un segundo el significado atroz
de la frase. Según entiendo, la sentencia de
los pequeños norteamericanos es la de convertirse en huevo podrido, y la de los
argentinos, en cola de perro… expresión que hace más sentido pues es la parte
posterior y hedionda, por ejemplo, de un galgo que ha corrido con vigor tras
otra cola, digamos de una liebre. Y francamente, si ser el último es tan aberrante, ¿no sería más atinado decir “el
último…¡último!”? El punto es que hay que ser viril y hay que llegar primero.
Los
niños siempre tienen prisa, hasta cuando están cansados, van corriendo a la
cama porque se caen de sueño y les urge
dormir. Esta obsesión infantil de ser el primero me evoca la imagen de
múltiples cachorritos mamando la barriga de una perra exhausta. Siempre hay uno
que se queda fuera, escalando con desesperación por encima de sus hermanitos
sin conseguir teta alguna. Jugar en la plaza a ser el más veloz: ¿Será esa su
preocupación, su primera lucha de supervivencia, su forma de evadir la muerte?
Hace varios años tuve la suerte de
vivir como estudiante en Nueva York, a una cuadra de Washington Square. Me la
tomé tranquila. Tan tranquila que dejé de correr. No hice más ejercicio. Hasta
que la noche del 10 de Septiembre de 2001 me lo reproché y decidí vencer la
fiaca. Mi plan era salir al día siguiente a las ocho de la mañana hasta Battery
Park para entrar a las Torres Gemelas más o menos a las nueve menos cuarto,
subir, apreciar la ciudad desde las alturas y volver a casa a las diez. Debí de
haber lanzado el despertador contra la pared en un acto de sonambulismo, porque
lo que me despertó fue el constante repiqueteo del teléfono. Eran poco más de
las nueve. Llamaba mi papá apurándome a que prendiera la televisión. El segundo
avionazo lo vimos por las noticias y el departamento olía a asbesto quemado. El
resto es historia.
Yo
sé que el tema de las Torres Gemelas es muy sensible, y tampoco abogo porque la
gente no se ejercite o se vuelva conformista. Quizás incluso, esta columna sea
sólo un pretexto para poder contar cómo el sueño, porque han de saber que adoro dormir, me salvó la vida, o de un
severo trauma, o de exponer a mis pulmones a la contaminación.
Dicen que de joven uno quiere ser
presidente, luego cuando madura empieza a dudarlo. Ya cuando se conoce más de
la vida se da cuenta que no le gustaría ser presidente, ni siquiera teniendo la
oportunidad.
Llegar primero, llegar segundo, llegar al último, llegar después, no
llegar en lo absoluto o simplemente estar sin “llegar”, fungiendo de
espectador, colmándose de lo que uno atestigua. ¿O no es más libre el que menos
necesita? Dicen también, que sarna con gusto no pica.
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