¿Quiero creer?
Verónica Segura
Ayer fue el día mundial del OVNI. Los que saben de qué hablo
seguramente habrán celebrado contemplando el cielo en búsqueda de nuevos platillos
voladores que confirmen la existencia de seres inteligentes de otro planeta.
Desde el punto de vista
científico la investigación es esencial. Pero confieso que nunca he entendido
la euforia y obsesión de ciertos fanáticos por comprobar su teoría de vida
extraterrestre. Para mi es obvio que no somos los únicos, hasta el Vaticano lo
ha sugerido. No se justifica tanto empeño en constatar que hay marcianos entre la gente, como diría Calamaro. Sí, yo
se. Enterarse de que hasta en la Luna hay agua y casi todos los planetas de
nuestro Sistema Solar están equipados de moléculas orgánicas simples no nos
interesa. Ni nuestro posible planeta análogo, Kepler-22b, logró llenarnos el
vacío. Lo que queremos es una caja de resonancia, saber que no estamos solos. Nos pasa de niños, ¿no
es cierto? No bastan los amigos, los primos, los hermanos… deseamos un mellizo.
Y si lo tenemos, queremos una versión mejorada. El humano es así. Busca
identificarse a toda costa. Y henos aquí, como novias de pueblo al avistaje del
enamorado ausente que cuando se muestra, es de pasadita porque ni del auto se
baja, o peor, viene alcoholizado y hasta en el desierto de Nevada se
estrella.
Y en cuanto a los enanitos
verdes… unos les tienen pavor. Otros no pueden esperar a ser abducidos. Y el
resto opina que es un rumor conspirativo. Terror, curiosidad, urgencia, desconfianza…
qué semejante es todo esto al amor, tanto propio como ajeno, y funciona exactamente
al revés de lo que nos gustaría: primero hay que creer para poder ver.
Yo también me puse a mirar el cielo, pero sólo percibí un espejo… que
llora, que brilla, que soy yo, que somos todos, que somos nada. Luego deambulé
en búsqueda de seres inteligentes en mi propio planeta.