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Rezarle a San Bert



Rezarle a San Bert
Verónica Segura

Este 2020 me recuerda a una noche que compartí con mi mejor amiga hace más de una década. Era su cumpleaños, lo celebraríamos en casa de un compañero de trabajo. Estábamos mentalizadas y emperifolladas para la mejor fiesta del siglo. Pasó por mí e hicimos una parada en el supermercado. En cuanto bajamos del auto sentí un apretón en el pecho para el que no hay analgésico porque es premonitorio. Compramos a lo bestia. Lo recuerdo como una postal en movimiento: empujábamos el carrito por el estacionamiento, el viento sopló fuerte con un eco estereofónico y burlón que provenía de un grupo de hombres. Apuramos el paso.
                  Nuestro compañero y dueño de la casa estaba a tan solo unas cuadras, atorado en el tráfico. No sabíamos dónde esperar. Buscamos refugio en el auto porque no queríamos estar solas en la calle y no queríamos manejar a ninguna parte a la hora pico; bajamos las ventanillas porque nos pusimos a fumar. Pero cualquier chilango sabe que eso es lo último que debe hacer. Mientras mi amiga me contaba algo con mucho entusiasmo, yo buscaba el momento adecuado para advertirle del tipo sospechoso que dobló la esquina y sugerirle que arrancara el auto. De inmediato ya estaba él y otro –salido de la coladera– apuntándonos en la cabeza con un arma. Pásense para atrás, rápido. Intenté deslizarme para afuera –quédense con todo–, le ofrecí mi bolso sin mirar. No, no, no, pásate para atrás. ¡Cierren los ojos! El copiloto revisaba, pistola mediante, que respetáramos sus órdenes. Yo era una sedita. Tan aguerrida para el cotidiano y heme ahí, en total sumisión. Mi amiga en cambio, siempre la conciliadora, despotricaba como madre enfurecida. Les decía lo equivocados que estaban, que se la agarraran con otro, que qué manga de maleducados. Yo trataba de calmarla pensando en cualquier momento nos muelen a golpes. Mentimos sobre nuestros nombres. Nos arrebataron los bolsos, buscaron las identificaciones. Ahí nos cayó bien la ficha. Nos tenían secuestradas, con llaves, dirección, teléfono, tarjetas de crédito, con nuestra vida. Les revelé mi escondite secreto, tenía cosido un compartimento en el fondo del bolso para los billetes grandes. Tal vez mi altruismo merecería su indulgencia. Tal vez nos torturarían durante semanas hasta conseguir el rescate para luego esparcir nuestros cuerpos desmembrados en algún barranco. Sentí alivio de no tener hijos y mucha pena por mis padres cuando recibieran la noticia. Fue en el cruce del periférico al viaducto que la alquimia sucedió: años de crudo ateísmo transmutaron en devoción. Recé y recé para espantar las imágenes que me invadían. Fue algo sobrenatural más allá de mi religiosidad temporal renovada. Sentí una luz potente que nos encubrió a todos, rufianes incluidos, como si el auto estuviese suspendido en un globo luminoso fuera del tiempo. Esta esfera, colmada de una paz infinita, me hizo comprender algo sobre el perdón. De alguna manera supe sin lugar a dudas, que saldríamos ilesas… hasta que el copiloto arremetió, qué guapas, tienen novio, se nota que son niñas bien. Aterrizaje forzoso. Otra vez la incertidumbre, el descenso al infierno. En algún lugar había leído sobre esta estrategia, así que pujé y pujé hasta expulsar un mal olor. Pedí disculpas, dije que por los nervios me había hecho encima. Imposible tener una erección en ese contexto. Sirvió como distractor, pero el tufo desvanecía. Debía esforzarme y seguir pujando para sostener la mentira. ¿Ustedes han estado en esta situación, los han secuestrado?, arriesgué. Por un momento pensé que su respuesta sería un balazo, pero dijeron que no. Mi amiga preguntó si tenían hermanas, mujer, hijas, madre. Llevábamos 45 minutos de viaje cuando entró una llamada. Quizás era el jefe, quedó claro que nos escoltaban. Le preguntaron a mi amiga su clave, yo no tenía tarjetas. Loca de angustia, suplicaba que no la sabía, era una tarjeta nueva y aún no había cambiado la contraseña que le asignaron. Imaginé que nos llevarían hasta su casa a buscar la maldita información, pero en vez de eso lanzaron la tarjeta a la calle y el vehículo de atrás la tomó del suelo. Asumo que habrán intentado varios cajeros sin suerte porque a partir de entonces comenzamos a dar vueltas en el carrusel más nauseabundo de la historia. Empecé a contar, izquierda, izquierda, derecha, izquierda, etcétera, hasta percibir que habíamos llegado nuevamente a la avenida, y ahí retomaba la cuenta. De pronto, frenaron. Nos pidieron que bajáramos del auto. Caminen lento y sin voltear atrás. Yo me deshacía en agradecimientos, pero mi amiga estaba mal. Traté de tranquilizarla mientras se ahogaba diciendo, nos van a matar, nos van a matar. Doblamos la esquina, y miré discretamente. No estaban. Tocamos la ventanilla de una casa, pedimos usar el teléfono explicando que nos habían asaltado. Váyanse a la chingada, dijeron. Al llegar a la avenida supe que debíamos cruzar el puente e ir en dirección opuesta. Habíamos pasado de la boca del lobo a la jungla. Con poca oferta de taxis paramos el primero que se acercó, lo cual es pedir a gritos otro secuestro, pero el chofer se portó como un caballero. Nadie en la fiesta creyó nuestra razón para llegar tan tarde. Me quebré por completo cuando en la cocina, se acercó un imbécil a decirme que lo supere rapidito, a quién no lo han secuestrado o apuntado con un arma, a él lo amarraron y le clavaron el destornillador en la pantorrilla durante 5 horas. Mi amiga me abrazó y me alejó de ahí ofreciéndome una cerveza. Después, ya más calmadas, brindamos por estar vivas, felices de que no nos hayan golpeado ni violado. Incluso mi amiga se burló de cómo les ofrecí hasta los billetes del subte como si fuera la gran riqueza y nos reímos bastante. Entonces varios compartieron sus propias experiencias disparatadas de atraco y la noche mutó de festejo, a rapto, a terapia de grupo. Al día siguiente llamé a un amigo de mis padres –ellos estaban fuera del país– y le describí lo mejor posible cómo llegamos al lugar de los hechos. Nos llevó justo a donde fuimos a parar. Es fascinante ver al demonio vulgarizado por la luz del día. Debió haber servido como tratamiento, pero la taquicardia pudo más. Entendí que seguía secuestrada. 
Es verdad, hoy no temo que mi cuerpo vaya a ser descuartizado en la siguiente media hora y eso es ganancia. Pero el mundo es ese auto sometido lleno de pasajeros emperifollados orbitando alrededor de un duelo inagotable. Y cada uno está agradecido por distintas razones. Algunos porque les bajaron el sueldo pero conservaron el empleo, otros por perderlo todo menos la casa donde estar encerrados, y varios suertudos porque sobrevivieron gracias a que no los discriminaron con el respirador. La enorme diferencia entre este secuestro pandémico y el exprés que sufrí por hombres armados, es que hoy soy madre, y a pesar de que he sabido cómo aparentar ecuanimidad y confianza, no sé cómo hacer para creérmela. Supongo que, entre otras cosas, estoy agradecida por la pésima escolaridad virtual en curso ya que quizás, este confinamiento podría servirle a mi hija como un sustancioso laboratorio en Antropología y Economía Doméstica. Pero a veces me siento como la tortuga Bert, que instaba a los norteamericanos a “duck and cover” –agacharse y cubrirse– en caso de un ataque nuclear en las propagandas durante la guerra fría de los años cincuenta. He usado casi todas mis reservas de helio y ya no sé qué más esferas inventar para mantener el camino de mi hija ligero y alumbrado. No quiero ser una caricatura que la adiestre con estrategias de “duck and cover” y prometerle que eso evitará el daño. Tampoco la quiero asustar o robarle esperanza. Procuro invertir el tiempo de manera sabia, pero no voy a mentir… casi todo lo he usado para pagar el rescate. Porque la extorsión no ha terminado, los secuestradores continúan elevando la apuesta y nuestra única moneda es el reloj. Entre todos hacemos depósitos diarios de insomnio puro, locura cronometrada, ciclos compulsivos, lapsos de telaraña, e incluso dejamos montículos de uñas mordidas como propina. Entre todos, vamos pagando el rescate con nuestro tiempo y nos quiebra saber que no alcanza. 

2o lugar en el concurso de cuento convocado por FLUIDO POETICO con "El último verano".


2o lugar en el concurso de cuento convocado por FLUIDO POETICO con "El último verano".

Reseña de "La Belleza de este día" en GRAMAJE CERO por Ariel Bermani

LA BELLEZA DE ESTE DÍA
Verónica Segura
HD Ediciones
2019

Gramaje Cero
Ariel Bermani

¿Qué lleva a una actriz mexicana (que está acostumbrada a los sets de grabación, a los estudios de televisión y a los teatros) a publicar un libro de poesía, en una editorial independiente, en la Argentina? O, para decirlo de una manera más concreta, ¿qué alternativa ofrece la poesía, ese oficio milenario e inútil, si la comparamos con otras variantes artísticas, mucho más populares e, incluso, redituables en lo económico? Creo que solo tengo preguntas, ninguna respuesta. Las respuestas, provisorias, habría que buscarlas en los libros. En este caso, en el primer libro de poesía de Verónica Segura, La belleza de este día.
Hay algo en la gratuidad de la poesía, en ese trabajo arcaico e invisible del poeta, que atenta contra la lógica del capitalismo. “Todo poema es hostil al capitalismo”, escribió Gelman y creo que algo de eso, de ese gesto político, hace que la poesía sobreviva todavía, a pesar de que tiene cada vez menos lectores, una gran masa de libros publicados bajo la lógica de la edición de autor y una distribución escasa. No son los libros de poesía los que se encuentran, rápidamente, en las librerías. Más bien hay que buscarlos con paciencia, con obstinación.
Así como el resto de los oficios y los trabajos en general se hacen a cambio de una retribución económica, la poesía se escribe por puro gusto, es un oficio innecesario, que se desarrolla al margen de la violencia de la vida cotidiana en las grandes ciudades (casi como una respuesta a esa violencia) y eso le da un carácter revolucionario. ¿Hacen falta poetas?
Cuando otras personas se preocupan por acumular riquezas o por cambiar el coche o, tan solo, por sobrevivir, desde la poesía se piensa en la música de los versos, en la cadencia, en el peso de los significantes, en la retórica de las imágenes.
La belleza de la poesía, (o también como dice Verónica: la belleza de este día) nos da otra oportunidad y tal vez no todo esté perdido. Abrir un libro de poemas nos acerca a la posibilidad de gozar con las palabras, de pensar, de sentir. Sentir es más importante que entender.
Escribe Verónica en su poema “Sigo caminando”: “Debo detenerme a llorar y / lloro por todas las veces que he fallado / lloro por las cosas terribles que podrían suceder / lloro por aquello que añoraré siempre / y he perdido / incluso lloro por lo que tengo y valoro tanto / luego lloro sólo por la inercia de estar llorando”. Alternando poemas más herméticos con otros más directos, sin entrar del todo en una poesía narrativa, con una subjetividad suspendida (no tan expuesta, al menos en primer plano), Verónica Segura se deja llevar por el lenguaje, en la búsqueda de hallazgos, con combinaciones poco habituales de palabras. Sin llegar a un lenguaje barroco, pero tampoco quedándose con un lenguaje llano, directo. Por más que de a ratos ceda a la tentación de la sentencia.
Escribe: “Si acaso puedes confiar en alguien / –y eso es contando con mucha suerte– / será en tu compañera de celda”. Hay un dolor anestesiado que recorre el libro, pero también hay una celebración y un gesto de esperanza no lineal, no ingenua. Confiar en tu compañera de celda es, en definitiva, poder confiar en alguien.
Un libro de poemas se puede recorrer en forma ordenada, página por página, verso por verso, o se puede alterar el orden sugerido y entrar y salir por los versos con impunidad. En general, prefiero esta segunda opción. Me encuentro, entonces, con versos así:
“Ya no pude recordar si fuiste gato / polen / o parte de la familia”.
“Cresta, eclipse, pendiente, abismo / bucle, pendiente, eclipse /, abismo, cresta”.
“Mi cabeza deletreando / lo que más detesto de mí”.
Ese recorrido lleva a observar variantes, inflexiones, líneas sinuosas que ayudan a multiplicar los sentidos y a convertir un libro en un artefacto con el que podemos sentir que la vida, que este día en la vida, puede ser un poco más bello. Esa sensación nos deja este libro. Y eso no es poco.