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La Luna, No


La luna, no
Verónica Segura

A Tiago

Esto de soñar, cómo nos desvela. Por un lado, la corriente en boga que nos invita a visualizar obsesivamente nuestros anhelos e incluso a desarrollar compulsiones para poder lograrlos. Por otro, la milenaria advertencia de que hay que tener cuidado con lo que uno desea porque se puede hacer realidad. Y así, oscilando entre el escepticismo trágico del que se reconoce como vil alimento  para gusanos y el optimismo flotante del que asegura con voz de helio que todo va a salir bien, nunca logré entender por qué mis proyecciones mentales no funcionaban, ni por qué existía tal paranoia entre la gente de que sus fantasías se pudieran materializar. Hasta que decidí estudiar los sueños. No las estadísticas de ganadores y fracasados, o sus justificaciones, sino la naturaleza de los sueños. 
Para empezar me di cuenta que no son oriundos del planeta Tierra. Para evocarlos uno debe cerrar los ojos y transportarse. Los sueños deben, indefectiblemente, venir del espacio sideral. Segundo, tienen un aura de “inalcanzables”, pero cuando al fin llegan, lo hacen sin avisar, velozmente y ardiendo. Como los meteoritos. Y dejan secuelas, algunos incluso dirían “daños irreparables”. Por eso la gente les teme. Tercero, para pescarlos uno no necesita ocasionarse un trastorno mental, lo que hace falta es una herramienta: se llama boomerang. No me refiero al de madera de los aborígenes australianos, sino más bien uno imaginario, pero no por eso menos útil.
Analicemos el lanzamiento: digamos que el objetivo es cazar aquel conejo que está a quinientos metros. Bueno, listo. Proyecto el boomerang imaginario, vuelve enseguida y obtengo lo deseado. Pero uno nunca aspira a tener un conejo que se encuentra a quinientos metros de distancia. Tendría que estar, al menos, quinientos kilómetros hacia arriba, colocándolo fuera de la atmósfera. Entonces ahora uno está encaprichado con un conejo que nunca ha visto antes y que bien podría estar a quinientos años luz. No importa. Lanzo el boomerang con toda la impaciencia que un híper moderno del siglo XXI es capaz de reunir, esperando a que vuelva con resultados óptimos en menos de cinco segundos. (Empiezo a sospechar que la falla se encuentra en el atleta, no en el boomerang.) El utensilio, por imaginario que sea, es infalible y más leal que un perro, ya que, a) siempre vuelve a su punto de partida, b) si se tarda es porque el pedido fue difícil de encontrar, c) si llega vacío es porque el producto no existe, y, d) lo más importante, el delivery (es decir, el sueño que nos propusimos alcanzar) invariablemente será modificado al cruzar la atmósfera. Nunca permanece tal cual lo imaginamos porque a nadie se le desarraiga sin que sufra una alteración.
Es como un bebé al salir d ddddd de la matriz. Estaba cómodo y sereno en su mundo privado hasta que lo trajimos a uno bruto y hostil. Ni el bebé, ni el sueño tienen la obligación de hacernos feliz. Es al revés. Somos nosotros los que tenemos que mimarlos y nutrirlos. Debemos ayudarlos a crecer y tener la entereza de aceptar lo que son en vez de insistir en convertirlos en algo distinto. Y si el sueño no quiere que lo adoptemos, hay que dejarlo ir. Tal vez por eso dicen que los sueños se pueden volver pesadillas, no porque sean una maldición, sino p por nuestra inhabilidad para lidiar con sus consecuencias.

Entonces, ¿cuáles son los sueños que debemos perseguir y cuáles dejar en paz? Yo no puedo contestar esta pregunta, pero mi sobrino, que a pesar de ser más terrible que Iván, también tiene una veta romántica y un punto de vista particular acerca del tema. Mientras veíamos una película infantil en la que un villano planeaba robarse la luna, mi marido le preguntó si a él le gustaría tener la luna en casa. Para nuestra sorpresa, el pequeño contestó que no. “¿Por qué?”, me apuré a exigirle una respuesta. “Porque la extrañaría”.
Supongo que algunos sueños sólo están para ser soñados y es su ensoñación lo que les permite ser y lo que nos brinda felicidad. Como pompas de jabón, no hay que tocarlos para que sigan existiendo. Por mi parte, creo que más que tener al genio de la botella a mi disposición, lo que necesito es gente como este pícaro poeta para recobrar la fe en mi destino y reconciliarme con la humanidad.