El musical de
mi vida
Verónica Segura
Y llegó el día en
que sucumbí a la moda de las amas de casa. Me anoté en una clase de zumba.
Entre el reggaetón, la cumbia, la samba y hasta un pseudo hindú, me sentí un
vejestorio disléxico que nunca había escuchado esa música y no sabía cómo
bailarla. O quizás como una licuadora descompuesta. Hasta que tocó el popurrí
de Vaselina. Uff. Ahí sí… mi mero mole.
Qué botox, ni qué ácido hialurónico. Rejuvenecí al instante. Yo era Olivia y
Travolta también. Y junto con la maestra canté con mi micrófono imaginario
mientras el resto de la clase- inmóvil, nos miró hasta el romántico, alargado desenlace
de Summer Nights. Terminamos en el
piso. Las crinolinas aleteaban. El público saltó de sus asientos con una
ovación ensordecedora. Ah, no. Ya me fui de mambo. Perdón. Lo que quiero decir
es que recordé por qué no persistí con mi ilustre carrera de bailarina. Y es
que soy una “pisa zapatos” profesional. No sé “seguir”. Me cuesta mucho coordinar
a pesar de tener ritmo. Pero extraño más de lo que imaginaba esas tardes de
niña cuando ponía un disco (de vinilo, sí), e inventaba coreografías porque
algún día yo estaría en un gran musical. No importaba que no supiera cantar, y
no sabía que no era muy talentosa bailando. Tampoco sabía que esos pequeños
espectáculos privados me sabían a gloria porque lo eran. Y ahí estaba… en la
gloria. Sin necesitar de premios, ni entrevistas, ni fans. Tarde tras tarde,
actuando en el musical de mi vida.
Así que si alguien sabe de
alguna clase donde jueguen al compás de Timbiriche o Parchís, Fama o Chorus
Line, ABBA o Bee Gees, por favor avisen a la brevedad que a mi Anita la
Huerfanita interior le urge salir a dar unas piruetas.