Verónica Segura
Hace unos días sufrí la más terrible decepción. Caí
en cuenta que el hombre, después de todo, es fiel. Sí, es monstruoso lo que
digo, pero es así. De hecho, la mayoría están enfermos de monogamia, invadidos
hasta la médula de su putrefacta lealtad. El homo sapiens- y lo de sapiens es una gentileza- se lleva al
cisne y al pingüino entre las patas y está en la cima del cinco por ciento de
las especies consagradas a… su “amor” (no estoy segura que el fútbol se pueda
denominar como “pareja”). Tal parece que esta patología futbolera posee, según
la ciencia, causas biológicas relacionadas con a una mayor cantidad de
receptores de vasopresina a nivel cerebral e incluso también afectaría a las
mujeres. Pero es sin duda entre los varones donde hace estragos. La devoción del hombre por su(s) pelota(s) (digo,
porque pueden ser varios deportes) no conoce límites. Su equipo puede ir en
picada a través de los años, cambiar de técnico ochenta veces, acumular
jugadores mediocres y coleccionar goles en contra, que ningún ridículo será lo
suficientemente grave para quitarse la camiseta. El fanático con nada se siente
traicionado. Pero ya quisiera ver qué marido aguanta una mujer que deteriore
físicamente, cambie de amante como de ropa interior, acumule hijos bobos y
coleccione fracasos, a ver entonces con qué cara sostiene su promesa
eclesiástica. No, ¿verdad? Hay que cuidar de uno mismo y de la relación para
mantener el interés del otro. Pero un equipo de fútbol está exento de todo eso:
no importa qué tanto lo maltrate, el hincha se tatuará su nombre en las
cervicales y jamás lo dejará por otro.
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