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De ratones y antidepresivos



De ratones y antidepresivos
Verónica Segura

Mi marido inspeccionaba el sector de varones con gran entusiasmo. La juguetería y mi cabeza estaban a punto de reventar. Revisaba cada súper héroe, monstruo, espada, autito y máscara hacedora de ruidos aterradores hasta que descubrió a una colosal pistola a dardos de goma. “¡Ésta!”, declaró triunfal, alzando el arma por los cielos como apoderándose de un tesoro al fin hallado en vez de un regalo de cumpleaños para nuestro sobrino. Me negué rotundamente. Desconsolado, me aseguró que un revólver así era lo que todo niño aspira a tener. “Desde luego, pero el abuelo ha estado muy enfermo, no se ha sentido nada bien y con esto le van a romper toda la casa, va a ser un griterío, se van a estar persiguiendo y…” Así seguí con una lista de inconvenientes hasta la caja registradora mientras mi marido, muy atento a mi perorata, pagaba la metralleta plástica. Una vez en familia, quedé estupefacta al ver que el nene no había terminado de cargar su fusil cuando al abuelo ya le había cambiado la mirada. Para empezar abrió los ojos, que ya es mucho decir. Se levantó a pedirle el rifle al cumpleañero. Tiró una, dos, tres municiones. Casi rompe el jarrón, a lo que respondió con una risita maliciosa. Siguió disparando hasta agotar la carga. Su mirada era delirante. Se le veían los dientes. Le aplaudimos más de susto que de admiración. Así estuvo, debatiéndose la metralla con el nieto sin quererla soltar hasta que se sirvió un whisky, el cual bebió con la satisfacción de quién ha cazado un mamut sin ayuda alguna.
Me hizo acordar a una historia que contó un profesor de guión (no me puedo contener, sí, el mismísimo Robert McKee). Sucede que tenía un gato moribundo que ya nada lo entusiasmaba. Un día se le ocurrió traerle un ratón vivo. Helo ahí al felino, patrullando su territorio hasta cazar al maldito roedor. Así lo mantuvo varias semanas y volvió a ser el mismo rey de la selva hasta que… claro, una vez perdido el interés en cazar ratones, McKee supo que la mascota había llegado al final de su vida.

Seguido me pregunto cuáles pueden ser algunas de las “curas” o al menos paliativos para la depresión. Pensé que sería interesante elaborar una columna sobre ponerle un “plazo fijo” a la desesperanza. Es decir, que uno se entregue por completo a la tristeza, que se le venere por así decirlo dándole su justo lugar, honrarla en vez de negarla, pero sólo por un tiempo para que no se apodere de nuestras vidas y succione nuestra vitalidad. Al final de este plazo uno tendría que ser generoso con su optimismo hasta volverlo implacable. Y sí, suena bien. Podría funcionar. Pero creo que en la práctica lo único que verdaderamente nos mantiene con ánimo y en nuestro apogeo es la caza, no la “actitud”. Nos pone a prueba y le da sentido a nuestras vidas. Lo fácil es el diagnóstico: al decaído le hace falta un ratón. Lo difícil es interpretar qué carajo significa “ratón”. ¿Estamos persiguiendo al bicho correcto?
            Supongo que para eso estamos aquí… para encontrar nuestro propio roedor que nos haga feliz.


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