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Bullying Burocrático




Bullying Burocrático
Verónica Segura

La psicología moderna pone demasiada atención al bullying escolar. ¿Y los grandes qué? Nosotros también padecemos bullying, y es mucho más siniestro y agudo. Se llama Bullying Burocrático. El escolar es llanamente agresivo y bastante más simple de resolver. Algún nene inadaptado le clava la punta del lápiz a otro cerca del ojo, o se junta con sus amigos y aporrea al más débil hasta hacerlo vomitar por fracturarle el cráneo, cosas inocentes y sin mala intención por el estilo. Es muy obvio quién es el malo, y a pesar de la negligencia de varias instituciones, por lo general, los colegios se hacen cargo. En cambio nosotros, pobrecitos adultos, estamos perdidos en un laberinto kakfiano donde nadie responde, jamás.
Por ejemplo, estoy tramitando mi ciudadanía Argentina. Después de más de dos años de recorrer oficinas administrativas para ser investigada, me toca llevar ocho documentos emitidos por un juez a distintas entidades para que me investiguen nuevamente. Todas me deben sellar la copia para comprobar que han recibido el original y debo llevar esas copias al juzgado. Por fin ellos envían el original de vuelta al juzgado aportando los datos que les piden sobre mi. Nótese como el capricho empieza desde el sistema ya que son 8 y no 9 entidades, porque a la novena se le puede contactar por correo electrónico. Salvo los dos lugares que requieren tomar huellas digitales, ¿por qué a los demás no se los puede contactar de esta misma manera? Y ya que mencioné las huellas, ¿por qué en un lugar me las registran digitalmente y en otro me entintan las manos como si fuera un jardín de infantes? ¿No pertenecen ambos a la policía del mismo país?

En fin. Postergo lo más posible el mentado peregrinaje porque, habiendo sido víctima de esta clase de bullying desde temprana edad, ya sé la que me espera. Lo he vivido en varios países y sé que no tiene nada que ver con nacionalidades, ni husos horarios, ni incluso sé siquiera si Noruega o Suecia podrían salvarse de este mal.
Me desayuno un Rivotril on the rocks y me aventuro a la primera entidad. Hay una fila interesante, pero sonrío. Un fulano me recibe los documentos, mi identificación y me pide que me vuelva a sentar (odio cuando hacen eso, ¡ya estoy ahí!). Otra larga espera. Luego un tipo me llama de vuelta, toma mis huellas digitales y me dice muy amablemente (juro por mi madre que me lo dijo así, textual, sic, sic, sic): “Aquí tiene su copia sellada y su identificación, nosotros enviamos el original. Que tenga buen día.” Al salir -o sea, medio paso después-  me doy cuenta que no está sellada la copia, así que me vuelvo pronta y se lo hago notar. Amablemente. Me mira como si fuera un extraterrestre sin permiso de invasión. ¿Señora, cuál copia, de qué me habla? Le recuerdo con tranquilidad. Reitera su pregunta como si se le hubiese disparado un TOC, ¿Pero señora, cuál copia, de qué me habla, cuál copia? Le ofrezco una explicación más extensa mientras le muestro la copia que niega que existe. Ante la evidencia, asegura que yo nunca le dí ninguna copia, que no sabe de qué le hablo. Y lo corrobora con su compañero sentado en la otra esquina. “Eh, fulano, ¿verdad que la señora no trajo ninguna copia, verdad que no?” El mismo fulano que me recibió los documentos mientras decía: “pero… trajo usted copia?”, enfatizando que sin ella aquí no soy nada. Ese fulano ahora niega mil veces con gesto de asco que yo jamás en la vida he llevado una copia de nada, y desde donde está él parado ya se nota que no estoy capacitada, ni tengo las agallas para llevar el peso de una copia en mis hombros. Era como si se pasaran mi bolso ida y vuelta, y disfrutaran verme tratar de recuperarlo y fracasar. Solo que en vez de mi cartera, peloteaban con mi dignidad. Hasta que una empleada se fastidia de tanta estupidez, me arrebata la copia de las manos, la sella, pone su firma, la fecha y sale arrasando en un tenebroso silencio.

Y todavía faltan siete, válgame la re...

Debo admitirlo. Fue todo tan parecido al juego de frío-caliente que casi me divierto. Todas las entidades fueron distintas de alguna manera. Podían estar sobrepobladas o ser un páramo, ubicarse en un edificio hermoso o decadente, los funcionarios podían ser pura cordialidad o desbordar antipatía, pero hubo una constante en cada uno de los organismos: nadie, pero nadie sabía dónde carajo quedaba la oficina donde yo debía entregar mis papelitos. Si llegué a esos destinos es porque me asistió una suerte de GPS cósmico. Hubiera preferido que en vez de “séptimo piso” me hubieran dicho “templado”, o “heladísimo, ni siquiera es en este edificio” en vez de decir “por el pasillo todo derecho y después a la izquierda”.
Hubo un incidente que ya fue el colmo. Llego, esta vez por arte de magia, a la recóndita oficina, que además está cerrada. Pero escucho risas, y golpeo entonces la puerta con apremio. Sale una mujer visiblemente molesta pues he interrumpido su hora del mate. Transformada en un panal inofensivo y meloso le suplico. Dice que me atenderá, como excepción. Casi le digo que es todo un privilegio que cumpla con su deber. Me ordena que aguarde en la siguiente ventanilla, también cerrada. Espero lo suficiente hasta perder la paciencia. Golpeo la ventanilla y se asoma un joven. Acostumbrada a la perorata que tengo que dar cada vez que me topo con alguien nuevo para dilucidar el misterio de mi trámite, tomo aire para comenzar el discurso que ruego no se tome como un stand-up y se me rían en la cara. El joven me para en seco. Ya había sido advertido por la vieja del mate amargo. Me recibe los documentos y me indica que espere en la siguiente ventanilla la cual, oh sorpresa, también está cerrada. Me siento a esperar y hojeo una revista. Compruebo que el Bullying Burocrático es ineludible, ya lo dicen los astros. En la sección de horóscopos, el de mi signo augura: “Mercurio opuesto lo impulsará a la acción. Lo desafían abiertamente”. ¡Por ahí hubiésemos empezado! Después de un largo rato, se abre esa segunda ventanilla y el joven me entrega la copia firmada y sellada. Aprovecho este intercambio y las “buenas tardes” para fisgonear detrás del marco, comprobando que todo forma parte de la misma oficina. No invitarme a pasar, lo entiendo. Pero atenderme a través de tres distintos agujeros, siendo yo la única persona en el lugar, es algo que me dejó perpleja.
Después de varias jornadas, una vez terminada la intensa travesía, llevo las ocho copias al juzgado. La misma secretaria que me había dado instrucciones de sellarlas, ahora me informa con una plácida amnesia, que de hecho no son necesarias para nada. Su sonrisa es claramente de complicidad. ¿Habrán cámaras documentando mi reacción? Quizás un homicidio retrase un poco las cosas. Mejor sonrío de vuelta.


No sé qué déspota u oscura academia los ha adiestrado, pero no cabe duda que los burócratas son expertos en la tortura psicológica. No necesitan tocarnos, nosotros mismos nos destrozamos el hígado juntando bronca. Es el bullying perfecto. La víctima queda totalmente humillada, y a veces hasta consiguen que se sienta culpable. Se supone que las entidades tardan entre 3 y 15 semanas en enviar el original al juzgado, pero cuando una funcionaria sentenció que su demora sería entre 9 y 12 meses, pensé “me lo merezco”.

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