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Perdedores unidos


Perdedores unidos
Por Verónica Segura

Me rindo. Es hora de abdicar. Este fin de año consumiré lo que sea, menos espumante. Me esconderé en el baño durante la cuenta regresiva y sacaré la lengua al espejo sin culpa por no haber cumplido ninguno de mis propósitos.

¿Por qué insistimos en modificar todo aquello que no nos da la gana? Lo peor es que a veces, caemos en el más ordinario de los clichés. Dejar de fumar, tomar clases de yoga, recibirnos, divorciarnos, arreglar la casa, estudiar francés, lanzar un negocio, ahorrar, portarse mejor, portarse peor… ¿Y que nos lo impide? ¿Algo destinal, omnipotente y externo a nosotros? Hasta hoy no he conocido a nadie (aunque me encantaría) cuyo propósito de año nuevo sea evitar que granice, o que el dólar baje para su cumpleaños, o que la capa de ozono se regenere para aprovechar mejor el verano. ¿Alguna vez han vacilado ante la urgencia de salir de una ducha helada o  alcanzar el baño en momentos críticos?
¿Será que tememos perder nuestros anhelos? A fin de cuentas, el deseo es un motor. Si nuestros objetivos van acorde a lo que somos y (horror) los cumplimos exitosamente, ¿con que vamos a soñar cuando el hastío nos invada? Nadie quiere descubrir que su “salida de emergencia” no es una escapatoria, sino algo que ofrece aún más ataduras. Soñar es lindo… pero concretar cuesta.

Así que suficiente con las metas de superación personal y el cultivo al arrepentimiento. Heredemos en vida para aligerar la carga. No sólo hay que donar lo que ya no usamos, también la personalidad se recicla. Charlemos desenfadados y festejemos el pantano que somos.

Yo me bajo del pedestal. En lugar de enlistar una serie de exigencias para el futuro, voy a hacer un inventario de mis pequeños aciertos. Los miraré con lupa y disfrutaré de todo lo que no conseguí y de todo lo que sucedió sin que yo lo planeara. Voy a hacer una oda al fracaso. Después de todo la perfección es desabrida y nuestros errores nos proveen infinidad de historias que compartir.

Kinky Yanqui


Kinky Yanqui
Verónica Segura


Eso de combatir el terrorismo es un vil pretexto para que una bola de pervertidos infiltrados en la vigilancia de los aeropuertos puedan abusar de los pasajeros con sus más retorcidas fantasías. Analicemos el escenario. Estás en la fila para documentarte y la primera persona que te recibe es una formidable motociclista disfrazada de oficial con guantes de látex. Pelo anaranjado siete centímetros empezada la raíz, con un rulo medio flácido. Registra tus pertenencias. Se toma su tiempo, y al llegar al dorso de la valija, mete con apetito el brazo hasta llegar al fondo mientras exhala con satisfacción. Desconcertado, te formas para pasar la línea fronteriza hacia el país de las salas de espera, el Duty Free y las cervezas de a treinta dólares. Es un proceso agotador. Debes despojarte de tus prendas. Si antes eran las llaves y el saco, ahora fuera van los zapatos, el cinturón, las calcetas. Todos objetos fetiches. Quedas obligado a exhibir tus pies desnudos ante el batallón aduanero que goza de verte caminar, ida y vuelta a través del arco magnético. Cuando por fin tu cuerpo ha dejado de provocar la ira de aquel pasadizo, no se conforman. Te frotan las axilas y la entrepierna con un enorme dildo que gime cual R2D2 (“arturito”… el de estar güars). Todo esto si la suerte te acompaña y no te eligen para la revisión “extra”. (Dios me libre, tiemblo sólo de verlos colocarse nuevamente los malditos guantes de látex). Y por si fuera poco, no sólo te privan de tu agua potable, si no que ya ni comida “regalan”. ¡Uno tiene que estar haciendo un viaje trasatlántico porque si no tiene que comprarla abordo! Ya instalado en tu asiento de tortura, cual gallinero, ojeas la revista del avión y notas que de cada tres páginas, dos son propaganda de compañías que ofrecen servicios de “dating”. Una vez aterrizado, retiras tu equipaje y notas, no sólo que el desventurado candadito ha desaparecido, sino que dentro de la maleta te han dejado una notita de amor diciendo que han violado tu cierre y desordenado tu privacidad porque tienen todo el derecho de hacerlo. Digo… por si tenías duda.

¿Y el cuerpito?


¿Y el cuerpito?
Verónica Segura

Hace unos días salió una nota en el diario anunciando que las princesas de Disney “ya no necesitan a un hombre que las salve”. Finalmente están libres de esperar dormidas hasta que al príncipe azul se le antoje besarlas para que puedan despertar y continuar con su vida. Decía que los creadores de las nuevas películas se inspiran en sus hijas, tomando el pulso de la mujer del siglo XXI. Así, el “amor verdadero” ahora es uno entre hermanas, no romántico, y el beso que rompe un hechizo sería el de una madre arrepentida, no el de un galán todopoderoso.
     Buenísimo, me encanta. Las nenas aprenderán de ejemplos aguerridos, independientes, de mujeres que se ayudan en vez de competir, que no se confinan a un sólo rol, sea doméstico o malévolo, verán al matrimonio como parte de la vida, no como su único fin, y millones de otras lecciones emancipadoras. Excepto que… ¿y las medidas anatómicas? ¿Estas no se modifican, siguen siendo igual de raquíticas? ¿Labios de colágeno, cinturita de avispa, frente de botox, pechos de silicona, nariz de rinoplastia? ¿Disney y Mattel nos dan permiso de ser emprendedoras, hábiles, fortachonas, aventureras, solidarias entre nosotras, equitativas con los hombres, profesionales inclusive… si y sólo si mantenemos el maquillaje impecable, peinado de salón de belleza y unas dimensiones que no existen en la naturaleza?

Dejame de romper las pelotas


Dejame de romper las pelotas
Verónica Segura


Si bien la tecnología nos ha ofrecido maravillas como telescopios, cirugía láser y energía eólica, también ha logrado invadirnos con mensajitos incesantes que logran alcanzarnos aunque apaguemos el celular. Los que más odio son aquellos que nos “advierten” de la última jugarreta en boga de los rufianes. Que si vienen trajeados y elegantes, que si piden limosna en silla de ruedas, que si te ofrecen un papel infestado de algo que paraliza el cuerpo, que si requieren ayuda con el teléfono público (cuando existían)… historias, que si pasaron, para cuando llegan al “chat” se han distorsionado tanto que uno se pregunta “¿y por qué no simplemente te asaltaron desde el principio?” Por lo general suena a un relato hollywoodense. ¿Por qué los agresores complican tanto la trama? Tal vez porque sin enredos no hay trama y sin miedo no hay enemigo, y a todos nos gusta ir al cine. Desde luego que no vivo en un jardín de rosas. Ya se que el mundo es peligroso. Peligrosísimo. Horrendamente amenazador. Pero no necesito escuchar la última tragedia del día para ser cautelosa. No hablo con desconocidos, no tomo volantes publicitarios, no visto ostentosamente, no voy por la calle papando moscas y en pocas palabras no confío en absolutamente nadie. No soy huraña… soy lo que le sigue. Me cuido, algunos dirían que exagero. Así que no quiero escuchar más que buenas noticias porque me confieso vulnerable y de fácil contagio a la angustia y paranoia, y la paso muy mal sin siquiera haber sido delinquida. Una cosa es alertar y otra alarmar. Y nadie lo puede expresar mejor que el buen Ferra: Dejame. De romper. Las pelotas. 

Occupet Extremum Scabies


Occupet Extremum Scabies
Verónica Segura

Pocas cosas cambian en la vida. Da la casualidad que los niños de la antigua Roma también competían por llegar primero y condenaban de antemano al que fuera último: occupet extremum scabies (el último se contagiará de sarna). Cuando era niña, supongo que en México se seguirá usando, gritábamos al correr “¡El último vieja!”, sin considerar por un segundo el significado atroz de la frase. Según entiendo, la sentencia de los pequeños norteamericanos es la de convertirse en huevo podrido, y la de los argentinos, en cola de perro… expresión que hace más sentido pues es la parte posterior y hedionda, por ejemplo, de un galgo que ha corrido con vigor tras otra cola, digamos de una liebre. Y francamente, si ser el último es tan aberrante, ¿no sería más atinado decir “el último…¡último!”? El punto es que hay que ser viril y hay que llegar primero.
     Los niños siempre tienen prisa, hasta cuando están cansados, van corriendo a la cama porque se caen de sueño y les urge dormir. Esta obsesión infantil de ser el primero me evoca la imagen de múltiples cachorritos mamando la barriga de una perra exhausta. Siempre hay uno que se queda fuera, escalando con desesperación por encima de sus hermanitos sin conseguir teta alguna. Jugar en la plaza a ser el más veloz: ¿Será esa su preocupación, su primera lucha de supervivencia, su forma de evadir la muerte?

Hace varios años tuve la suerte de vivir como estudiante en Nueva York, a una cuadra de Washington Square. Me la tomé tranquila. Tan tranquila que dejé de correr. No hice más ejercicio. Hasta que la noche del 10 de Septiembre de 2001 me lo reproché y decidí vencer la fiaca. Mi plan era salir al día siguiente a las ocho de la mañana hasta Battery Park para entrar a las Torres Gemelas más o menos a las nueve menos cuarto, subir, apreciar la ciudad desde las alturas y volver a casa a las diez. Debí de haber lanzado el despertador contra la pared en un acto de sonambulismo, porque lo que me despertó fue el constante repiqueteo del teléfono. Eran poco más de las nueve. Llamaba mi papá apurándome a que prendiera la televisión. El segundo avionazo lo vimos por las noticias y el departamento olía a asbesto quemado. El resto es historia.
     Yo sé que el tema de las Torres Gemelas es muy sensible, y tampoco abogo porque la gente no se ejercite o se vuelva conformista. Quizás incluso, esta columna sea sólo un pretexto para poder contar cómo el sueño, porque han de saber que adoro dormir, me salvó la vida, o de un severo trauma, o de exponer a mis pulmones a la contaminación.

Dicen que de joven uno quiere ser presidente, luego cuando madura empieza a dudarlo. Ya cuando se conoce más de la vida se da cuenta que no le gustaría ser presidente, ni siquiera teniendo la oportunidad.
     Llegar primero, llegar segundo, llegar al último, llegar después, no llegar en lo absoluto o simplemente estar sin “llegar”, fungiendo de espectador, colmándose de lo que uno atestigua. ¿O no es más libre el que menos necesita? Dicen también, que sarna con gusto no pica.

Por la ventana del auto


Por la ventana del auto
Verónica Segura

Quisiera ser como esos perros
que asoman la cabeza por la ventana del auto
y sortean el viento con sus párpados
batalla alegre,  intermitente y veloz

Quisiera una lengua acartonada que sonríe papalote
con el aspavientos de la ruta vacía
y descender con mi hocico paracaídas
a una siesta arrullada por el motor

Quisiera, una vez alcanzado el destino,
ladrar una pirueta,
morder mi propia correa
y sacarme a pasear a mi mismo

Ah, sí señor...
como esos perros

quisiera ser yo

Reencarnación


Reencarnación
Verónica Segura

A veces ocurre que voy por la calle y un rostro me parece conocido, pero no logro ubicar su contexto. Y no es que me recuerde a alguien, estoy segura de que hemos tenido contacto previo, y es ese intercambio que evoco aunque las coordenadas me sean borrosas. Se de cierto que esa persona en algún momento no me trató bien, o por el contrario, que fue especialmente amable y siento ganas de abrazarla aunque no exista vínculo y de buenas a primeras no nos registremos. Me pregunto si así será la reencarnación, suponiendo que exista. Uno intuye de golpe esa relación “pasada” aunque la memoria, en blanco, no ofrezca ningún dato. Después caemos en cuenta que tal tipo es el dueño del almacén, o que esa señorita es la que vende fruta y la relación de “otra vida” se convierte en una del presente. Esto generalmente pasa cuando uno se muda de país o de barrio, pero igual puede suceder si se lleva años en el mismo lugar. Constantemente reconocemos y negamos. Ponemos en duda nuestro olfato por no ser racional. Pero ese olfato es nuestra brújula y deberíamos obedecer lo que nos dicta. ¿Cuántas veces lo primero que emerge de un encuentro son las ganas de profundizar el nexo, o de concluir aquél asunto pendiente, o una incomodidad que nos alerta que debemos alejarnos, y sin embargo hacemos todo lo contrario?

    Reencarnemos pues, en esta vida, al ser salvaje que detecta desde lejos tanto a sus depredadores como a su tribu, y es consecuente con dicha información.

Lejos de Mafalda


Lejos de Mafalda
Verónica Segura

La lucha de la mujer por emanciparse ha generado exigencias que rebasan la igualdad de género, y en mucho somos nosotras las culpables. No se si será a causa de una autoestima con metástasis o porque queremos reconquistar la supremacía ancestral de cuando éramos adoradas como diosas, el caso es que ahora hay que acumular una serie de méritos imposibles. Es claro que ya no basta parir y portar un par de tetas para conservar el estatus. Ser una mujer moderna implica convertirse en una exitosa y solvente profesionista, mantenerse sexy y en forma para lucir siempre joven (o en su defecto, ser la vieja más joven), competir y ganar la carrera de la madre más involucrada, la cocinera con mejor sazón,  la ciudadana mejor informada, la ecologista que más recicla y hasta la mártir que no padece lo agobiante de tanta plenitud. Debemos controlar todo: el bolsillo, la humanidad, el planeta, la reproducción. Por mucho tiempo pensé estar viviendo en una sociedad “heroinísta”, pero cada vez más me siento en un concurso de “malabaristas”.
La mujer actual es una mujer voraz, no sólo de tareas, sino de personalidades. Parece un híbrido perverso de Susanita, Libertad y Manolito. Aguerridas y polémicas como Libertad, con la capacidad de oler una moneda a distancia como Manolito y fascinadas con la maternidad, como Susanita, siempre ansiosa de un bebé, así tenga ya cinco hijos, o cuarenta y ocho años.
  En una oportunidad tuve el honor de acercarme a Quino durante la grabación de un programa cultural. Así que consulté todo esto con el creador de mis adorados referentes. “Maestro… si usted concibiera una tira cómica en donde el personaje principal fuera una mujer posmoderna de mediana edad, ¿qué características le daría?” Quino alzó la mirada buscando la respuesta en el techo y al no encontrarla, sonrió con candidez: “No tengo la menor idea”, contestó.

Qué lejos estamos de la “heroína” moderna, como lo será siempre Mafalda, una chica ubicada más allá de sus inquietudes utópicas, y afectuosa  a pesar de su ocasional pesimismo. La ambición se ha vuelto nuestro motor principal, pero ya no con el entusiasmo redentor de Gloria Gaynor, sino con la demencia de las zapatillas rojas imparables que torturan a la bailarina del cuento danés.
¿Para esto hicimos la quema de sostenes, para hacer el trabajo de dos (o más) hombres y así poder pagar un implante? ¿Dónde quedó la correspondencia y alternancia de tareas con el género masculino? ¿Por qué tenemos que poderlo todo, saberlo todo, serlo todo? ¿Megalomanía? ¿Complejo de Inferioridad? ¿Dónde quedó el privilegio de no participar, el goce de no cumplir con las expectativas? ¿Por qué no ejercer más licencias, de esas que se toman las que no están subordinadas? ¿Por qué, por qué, por qué nos cuesta tanto trabajo delegar?

Ante tantas preguntas me siento como un auténtico Felipito (o su autor): despistado y dientón.

Preocupatitis Aguda



Preocupatitis aguda
Verónica Segura

Hace unos días cambiaba los canales del televisor, cual autómata, y me detuve en un programa para niños. El dibujo animado me llamó la atención porque en él, un grupo de amigos padecía de angustia. Al principio me causó gracia. Sus preocupaciones las juzgué nimias, absurdas. Se adjudicaban todo tipo de patologías inexistentes en base a conductas inocuas. Por ejemplo, si a un personaje se le olvidaba algo, el “psicólogo” del grupo (otro amiguito que trataba de impresionarlos por haber leído a Freud), le diagnosticaba “faltitis memoritis”, o si alguno dudaba de sí mismo, lo condenaba de sufrir “inseguritis crónica”. De tal suerte, que con sólo nombrar su condición los niños se convertían en ella. Se identificaban con su dolencia… y yo me identifiqué con ellos. Me di cuenta que yo era ese personaje que se preocupaba por estar preocupado. Fue entonces que apagué el televisor como quién aplasta una cucaracha.
        ¿En quién me he convertido? ¿Es esto lo que he cosechado… una lista de obsesiones y ansiedades? ¿En qué momento contraje estos desórdenes y- si son imaginarios o creados por mí- por qué son tan difíciles de combatir? Seguramente a la distancia o para otros también parecerán triviales e insensatos. Confieso que hay días en que me siento de noventa años, y tan sólo cruzar la calle hace que me quiera deglutir la caja entera de ansiolíticos para poder enfrentar el desafío del semáforo.

Uno lo intenta todo: yoga, psiquiatría, acupuntura, religión… ¿cuál es el refugio eficaz? Unos días aparece, otros no. Intuyo que tiene que ver con la diferencia entre creer y confiar. Es decir, que el acto de creer, por más que nos alivie, también nos puede obligar a construir ciertas ilusiones, basadas a veces en información que no se puede comprobar, o que puede cambiar con facilidad. Eso vulnera nuestras creencias. Y si nuestras creencias son vulnerables, nosotros lo somos también. En cambio, si sencillamente confiamos, sin justificación alguna, sin imaginar la logística de cómo es que las cosas se resolverán, entonces lo único que exigimos de nosotros mismos es soltar. Todo esto suena a una receta barata, lo sé, pero de pronto, y sin encontrar por esto consuelo ni solución a nada, me cayó la ficha de que existe una diferencia entre creer y confiar. Que al creer -en lo que fuere- estoy haciendo un esfuerzo, proyectando al futuro posibles consecuencias, y que me agobio con una carga que no me corresponde, porque la verdad es que todo lo que ocasiona mi preocupatitis aguda está completamente fuera de mi control.

Es una acción nada sencilla, toma práctica. Pero a veces soltar es todo lo que podemos y debemos hacer.

Donde lloran y maman



Donde lloran y maman
Verónica Segura

Uno se contagia, no hay duda. Por más que nos vacunemos contra las aficiones ajenas, estas terminan por invadir al viejo “yo” convirtiéndonos en parte de un nuevo rebaño. Es un proceso involuntario. Cuando se vive en un país extranjero, se pescan las costumbres de la gente, no sólo el acento o el idioma. Al vivir con un fan de fútbol, sin saber cómo, se pesca una a sí misma gritándole al televisor “¡dale, dale, dale!” con el ceño fruncido y una urgencia inusitada, cuando no sabe siquiera los nombres de los jugadores, ni se entiende del todo las reglas del juego. Hasta hace una semana el mundial me representaba una carga molesta y prefería salir a correr o encerrarme a meditar durante los partidos. Y hoy, heme ahí, plantada en mis contradicciones, alentando y rezando por el triunfo de Argentina –ya ni reparemos en el milagro de haberme sentado a mirar el juego. El colmo del delirio fue que cuando se oficializó el pase a la final, a mi también me dieron ganas de llorar. Lo impresionante fue, como siempre, el pulso de la cuidad. El rugido: una bestia in crescendo a la que se agregaban cantos, trompetas, clamores múltiples. Y la calle… ¡vacía! Era como si todos asomaran la garganta por la ventana de su departamento con algo en la mano para hacer barullo. Y el ruido era cada vez más fuerte y la calle seguía sin gente. Luego comenzaron a salir. De a dos, de a seis, de a diez.. de a cien. Hasta que todo Buenos Aires, con su oe oe oe oa se reunió en el obelisco a celebrar. Recuerdo el gesto de un policía que con medio torso colgado fuera de un patrullero que hacía “música” con la sirena y las luces, blandía el puño en son de victoria mostrando la dentadura. ¡Los porteños…  eran felices! Una ciudad que por lo general es ácida, en la cual la gente no para de quejarse, camina siempre de prisa, se empuja, no se disculpa, donde laqueteremilparió sale tan fácil como un estornudo, una ciudad donde para conseguir algo, y cual cachorrito, poder llegar a la teta y mamar, hay que llorar, como bien advierte el tango. Y qué maravilloso fue este llanto, porque esta vez fue de alegría. Y mamaron, también, sí, seguramente cerveza para festejar. Qué espectáculo tan similar y a la vez antítesis de mi primer cacerolazo. Fue entonces que caí en cuenta que Buenos Aires, de buen humor o a las puteadas, es una ciudad, más que amarga, efervescente. Los porteños cenan a las once, doce de la noche con todo y bebés, los taxistas son todos unos personajes (filósofos, politólogos, médicos, astrólogos), las tiendas tienen nombres excéntricos como Vos te reís o Ponete linda, hay un sinfín de cirqueros practicando la cuerda floja en cada parque aunque haga un frío de cinco grados. Es injusto que Nueva York sea el emblema de “la ciudad que nunca duerme”. También he vivido ahí y puedo asegurar que no conocen lo que es no descansar. Es Buenos Aires la que padece insomnio, la que tiene hormigas en los pies, la que llora, mama, ríe, se pone linda… y logra convencer a los que detestamos el mate y el fútbol de tomarlo todos los días. Amargo y nerviosos.

Segura de todo… el blog de Verónica Segura



Lector: Pero ¿de qué trata tu blog, Segura? 
Segura: De todo.
Lector: No puedes escribir de todo.
Segura: ¿Por qué no?
Lector: ¿Hablas de mujeres?
Segura: Obvio.
Lector: ¿Maternidad, sexo, amistad?
Segura: Sí, sí, sí.
Lector: Entonces es un blog feminista.
Segura: De ninguna manera. También hablo de hombres, muerte, poesía, fútbol, vida extraterrestre…
Lector: Es decir que si en tu blog se anunciaran productos, lo mismo te daría que fueran condones, armamento, pañales, galerías de arte o lecturas de tarot.
Segura: Te la planteo de otro modo. No hablo de todo… hablo de lo que se me da la gana.
Lector: Y…¿estás segura de que es lo mejor?
Segura: Desde luego que no. Yo nunca estoy segura de nada
Lector: Sonaste muy convincente.
Segura. Ah, sí. Es el efecto que tiene mi apellido.