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Trece



Trece
Verónica Segura

Mi muy estimado Número Trece
quiero que sepas que yo sí te quiero
No sólo eso, también te respeto

Te han hecho fama de cifra pavorosa y cruel
¡pero qué gran injusticia!
No sé por qué te asocian con tragedias y brujerías 
incluso al Dios de la Guerra

Te acusan de haber arruinado a Doce
por un supuesto crimen apostólico
y no sé cuántas fábulas nórdicas

Aún así te elijo, Trece
si he de jugármelo todo en el casino
u ofrecer una cena lujosa
con trece me aseguro de importunar al vecino

Y es que eres especial, no perteneces a la misma lista 
que cruzar por debajo de una escalera
abrir el paraguas bajo techo
o derramar sal sobre la mesa

No, Trece, ¡por favor!
Siete y Veintiuno no son más que simples amuletos
Tú, en cambio, eres talismán del misterio

Trece, yo – y no te asustes– te considero un primo
Adoro tus vueltas azarosas en la cuerda floja
y ese trote de jazz tan altivo 

Caray, Trece,
cómo no voy a confiar en ti 
si cuando sonríes muestras todititos los dientes

Heaven




Heaven
Verónica Segura

Hace unos días viajé sola a la provincia de Córdoba, Argentina para el Festival de Poesía. No sé si me hospedé en una zona tranquila o es que Buenos Aires es tan ruidosa que el silencio ya me es ajeno. Desde muy joven he andado por la mía, auto abasteciéndome como pueda, saltando de país en país. Pensé que la década de matrimonio que llevo a cuestas no habría cambiado en absoluto mis tendencias ermitañas y que disfrutaría esos días en soledad. La primera noche se me cerró el estómago como mascota abandonada. Me tiré a la cama sin haber cenado, pero feliz porque no tendría jalones de cobijas, ni ronquidos, ni siquiera alarmas tempraneras. Además podría leer antes de dormir, algo que adoro y rara vez hago ya que siempre llego en estado de coma. Mas el control de la TV me hostigaba. Su presencia era como la de un perro que intenta ser discreto y servicial, pero te mira fijamente con su lengua de fuera y jadea, y jadea, y no para de jadear. Lo arrebaté de la mesita de luz y encendí el aparato. (Creo que el atractivo en parte tuvo que ver con tener el control del televisor en mis manos. Quizás solo algunas mujeres podamos entender este sentimiento de libertad y venganza). Todo muy moderno y lujoso, menos la selección de canales. Un repertorio de noticieros, alguno que otro de ficción (mal doblado) y dos que tres dibujitos sanguinolentos. Presioné la tecla para cambiar de canal como autómata hasta que me di por vencida y dejé que la caja idiota me “informara”. En cuanto un noticiero me aturdía, pasaba al siguiente, que se quejaba de lo mismo. Así el próximo y etcétera. Cuando menos me di cuenta ya habían pasado dos horas. Esa pantallita es un vórtice. No sólo succionó dos horas de mi vida con su hipnosis de hojalata… me hechizó. No es broma. Ya sabía de las desgracias sobre las que hablaban. Leo los diarios. Repito: los leo. No los oigo, mucho menos los miro, y es por una buena razón: para que no me embrujen. Pero por haberlos visto en serie, comencé a creer que la situación estaba mucho peor. No, no… mucho mucho peor. Y que yo era MUCHO MÁS INFELIZ Y MISERABLE sin siquiera saberlo, cuando esa misma tarde me consideraba una persona bastante plena y afortunada. Caray, ¿qué no recién hablaba con mi hija, no viajé para celebrar la poesía?
                  Me hizo recordar a un filme que vi hace muchos años dirigido por Diane Keaton llamado Heaven (1987). La primera parte de la película me subió mucho el ánimo, pues la gente se muestra, no sólo convencida de la existencia del paraíso, sino deseosa de morir para poder habitarlo. Más adelante, las entrevistas se concentran en culposos que aseguran nos aguarda el infierno. Luego se suman escépticos que afirman que después de la muerte no hay absolutamente nada, robándole sentido a la vida. Fue una montaña rusa de ochenta minutos. Keaton hizo de mi lo que le vino en gana. Si todo fue una simple burla, yo la merecía. Pero tampoco creo ser tan excepcional. Quiero decir, de que me hago daño por exponerme así, ya lo sé, e intento- sigo intentando endurecer mis blanduras por más que sepa que la guerra la tengo perdida. Pero creo que la mayoría de la gente cargamos una dosis de vulnerabilidad, aunque no queramos aceptarlo, que dicta que al someternos a un estímulo negativo continuo, vamos a ser contaminados.
Buena falta me hacía el humor ácido de mi marido para hacer tierra y despedazar juntos a los comentaristas, el maullido glotón incesante de mi gato y la renuencia de mi hija para hacer la tarea, bañarse, comer sus verduras, ir a la cama. Buena falta me hacían las piezas simples, imprescindibles de mi Heaven. Y sí, se nos viene la noche. Es inminente. El mundo se desmorona, hay sequía, el agua es veneno. Ya lo sé. Pero esa no es razón para que yo no construya y disfrute de mi invernadero.