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Dulce hamaca


Dulce hamaca
Verónica Segura

Entraría más sol por la ventana...

Amaría sin temor
con más aire
en el silencio
con más calma

Mis siestas serían felinas
despanzurradas
Escucharía los instrumentos de la lluvia
como si fueran sonata

En tus manos
dulce hamaca
amaría certera
de que la vida es larga

Me gusta Barbie


Me gusta Barbie
Verónica Segura

Para Grammy

A veces tener hijos es como estar en un programa de “Big Brother”: uno puede olvidarse de la vigilancia por estar acostumbrado a ella, pero la camarita sigue ahí. Los chicos fingen estar viendo la televisión, jugar con sus muñecos o incluso estar ausentes cuando en realidad nos están examinando. Nos espían hasta con los ojos cerrados. Yo no sé por qué la CIA no los contrata a todos.

El caso es que mientras mi hija se “distraía” con sus crayolas, yo ojeaba las noticias en Internet. Cuando llegó mi marido le señalé incrédula la foto de una jovencita cuyo objetivo -admitía orgullosa- era convertirse en la calca exacta de “Barbie”. Nos miramos con discreción y leímos la nota en silencio. Lo que vimos era desolador: esa niña tenía hambre y no sólo de comida. Lo tremendo es que esto ya se había impuesto como culto. La ucraniana copió a una estadounidense y ambas tenían miles de seguidoras dispuestas a someterse a cuanto régimen y cirugía hiciera falta para asemejarse a la figura de Mattel. Sacudimos la cabeza conteniendo lo mejor posible nuestra desaprobación. Escaso disimulo supongo, porque nuestra hijita nos sorprendió detrás de la silla con una sonrisa radiante. “¡Barbie! ¡Esa, esa me gusta!” Mi marido se apuró a cerrar el navegador. Los dos la llenamos de absurdas explicaciones de por qué lo que vio en realidad era “feo”, no, mejor “ho-rri-ble”. Aseveré que la adolescente era una flaca, con cinturita de avispa y el pecho enor… me tuve que detener. ¿Piernas largas, panza plana, pelo rubio de sirena y tetas firmes? ¡Parecía estar describiendo una Diosa, no la abominación esquelética que apareció en mi pantalla! Mi marido intentó salvarme instruyéndole que lo que no estaba bueno era que parecía una “muñeca”… (¡buaff! Qué asco, ¿no?) “Pero –le susurré– amorcito, nosotros a cada rato, de hecho todos le dicen que parece una muñeca de tan bonita que es.” Nos quedamos mudos, desarmados. Luego arremetí con “la dura verdad” sin importarme que mi hija tuviera sólo tres años: “Mira, corazón, lo que esta señorita tuvo que hacer para verse así fue ir al doctor… ¿ok? ¡Al doctor! …muchas, muchas veces… y le dolió muchisisísimo”. Al ver su pequeño rostro impávido le dije, como narrando las fechorías de la bruja Matuta, que eso se llamaba cirugía plástica. Gracias al cielo, antes de seguir fracasando como madre, entró la llamada de su abuela. “¿Ya le preguntaste qué le gustó de la foto?”, resolvió el dilema. Seguí su consejo y me volvió el alma al cuerpo. “Los lentes”, contestó con esa sencillez que a los padres nos hace sentir unos verdaderos ineptos. Lo que le había gustado eran los lentes de sol. Revisé la nota de la muchachita esperpento. Efectivamente: unas gafas oscuras se posaban sobre su cabeza, foto tras foto. ¿Cómo se me pudieron escapar esos malditos OVNIS polarizados? Hace días que mi nena me venía pidiendo unos justo así, y al verlos reaccionó con júbilo.

 No cabe duda, los hijos son un doctorado en el arte de escuchar y las lecciones se aprenden sólo luego de haber reprobado. En el próximo “examen” le haré preguntas antes de apresurarme a guiarla. Aunque… ya sé que esa prueba será distinta y no estaré en lo absoluto capacitada.