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El día que me convertí en delincuente



El día que me convertí en delincuente
Verónica Segura

Cuando tenía cuatro años, existían dos verdades absolutas: a) todos teníamos pito y b) yo era uno de los buenos. Así viví, confiado y satisfecho, con pleno conocimiento del universo y mi lugar en el mundo, hasta que un día la maestra nos mostró una lámina de la figura humana. Al ver que nadie se inmutó ante dicha aberración, alcé la mano (porque como ya dije, era uno de los buenos y tenía modales, no solía interrumpir) y exclamé muy apurado: “¡A ese le falta pito!” Hubo un silencio sepulcral seguido de un estallido de risas. “Si es nene, sí”, me desafió la maestra, “pero, ¿y si es nena?”. Todos nos miramos ansiosos para ver si alguno lograba descifrar la adivinanza. “Los nenes tienen pito”, aseguró la maestra y volvimos a reír. “¿Y las nenas? ¿Qué tenemos las nenas?” Analfabetos y pasmados, enmudecimos. De pronto, una pequeña llamada Lucía dijo apenas audible “yo tengo una florcita”. Romina se aventuró a compartir que ella tenía una pochola, con lo cual no paró de carcajear hasta salir disparada al baño. “Y yo una cachufla”, espetó Alicia muy preocupada. Emma defendió su femineidad “¡no es cierto, se llama Pipina!”, a lo cual Andrea, enfurecida, aleccionó a todos pidiendo que repitiéramos después de ella: “Ca-Chu-CHA… ¡nada de “cachuFLA!” Juana se limitó a consultar “maestraaaaaa… ¿si lo que yo tengo es una pocholina, es eso lo mismo que tiene Romiiiii?” La maestra puso fin al debate cuando Julián comentó que su papá la llamaba conchita.
            Claramente, entre las niñas existía una variedad muy amplia o demasiada ignorancia, o las dos cosas. De cualquier forma la confusión estaba asentada y como buen niño explorador, me tomé la tarea de investigar el tema más a fondo. Nunca me ha gustado la ambigüedad. Era una motivación meramente científica, altruista incluso.
Lo más fácil sería pescar a una desprevenida, digamos…¿a la hora de la siesta? No llegué a bajar sus pantalones ni un milímetro cuando Perla ya había pegado el grito en el cielo y yo estaba castigado en la dirección. Desde luego citaron a mis padres. Claro que no solo por el tema de “la siesta”, como titularon al evento. Ya había armado más lío esa semana y no estaban muy contentos conmigo. No fue nada… rompí la decoración del día de las madres. ¡Era un chiste! …Y supongo que también le propiné una patada en los gumaros a Facundo (me olvidé de agregar esa parte anatómica, inexorablemente unida al inciso “a” de las verdades absolutas). Pero para ser justos, él me arrebató la pelota con la que estaba jugando y eso no está bien. Por supuesto concluyeron que tenía un grave problema de celos por el hermanito que acababa de nacer y no se que tanta estupidez. El caso es que lo padres de Perla se enteraron y fueron a pedir explicaciones de por qué los niños no estaban supervisados durante la siesta y cómo era posible que dejaran a su hija sola con un depravado para que le destrozara los pantalones, pobrecita Perla desnuda frente a todos. Obviamente se corrió la voz. Los padres de Lucía, Romina, Alicia, Emma, Andrea y Juana se mostraron sumamente consternados y organizaron una reunión extracurricular con la maestra del grado, la directora del jardín y la psicopedagoga del colegio. Obvio convocaron al resto de los padres de familia. Todos asistieron muy alarmados. Discutieron de lo equivocados que estaban mis padres, de mi conducta desviada, de la perversión que se suscita en los colegios, de la ineptitud de los docentes, de la decadencia en la sociedad posmoderna, de la crisis económica, del narcotráfico y hasta de la siguiente guerra en puerta. Se dieron suficiente manija como para culparme del estado deplorable en el que se encontraba el mundo. De milagro no me suspendieron. Mis padres, sin embargo, estaban iracundos: conmigo, con el colegio, con mis amigos, con los padres de mis amigos, con sus propios padres, entre ellos mismos y hasta con el bebé. En casa nadie emitió sonido por una semana. Aún así, y luego de todo el alboroto, el misterio de las “partes privadas femeninas” nunca se resolvió.


Treinta años más tarde, lamento decir que mi inquietud por explorar no se ha disipado. Lo lamento sólo porque sigue siendo mal recibida y a causa de ese rechazo constante he llegado a entender muy poco del funcionamiento fisiológico sexual de la mujer. He de confesar que no mucho ha cambiado desde mi niñez. La mayoría sigue resguardando sus pantaletas (de mi, al menos) como si se hubieran enterado del evento de la siesta. Y todas, absolutamente todas siguen siendo aficionadas a apodar las partes íntimas (las mías, al menos), lo cual siempre me pareció humillante dado que la tendencia es usar nombres delicados y en diminutivo. (El único que me ha gustado ha sido “Goliat”, pero supongo que no cuenta porque se lo puse yo y sólo provocó risa, así que…prefiero olvidarlo.) Sin embargo, mi espíritu pionero es inagotable y de eso estoy orgulloso. Así que las verdades absolutas que tengo para reportar hasta el momento son escasas, pero al menos categóricas: a) si bien, morfológicamente son similares y, apodos al margen, todas se llaman vagina, ninguna funciona de la misma manera (es…complicado), y b) no me importa lo que digan, yo sigo siendo uno de los buenos.